Café de Fornos con perro negro

Noches canallas y pepitos de ternera en el Café de Fornos

El otro día el Perro Paco me pidió que le acompañara al centro. Fuimos caminando, pues es bien sabido que si no eres un perro guía mal lo tienes para entrar en metro.

Y más si te niegas, como Paco, a hacerlo metido en uno de esos receptáculos permitidos por el Metro de Madrid en los que un perro como nuestro amigo sólo puede sentirse prisionero.

Pero no llovía y no teníamos prisa, así que todo bien.

Nos plantamos en la Puerta del Sol y tomamos la calle Alcalá. Un poco más adelante llegamos a la esquina de Alcalá con la calle de la Virgen de los Peligros, junto al antiguo edificio de Seguros Vitalicio.

Aquí era, me dijo Paco, aquí estaba el Café de Fornos. ¿Te acuerdas de la historia que te conté el otro día? Pues aquí empezó la leyenda de mi familia.

Me dio la impresión de que mi colega se había puesto un tanto nostálgico.

Pero la verdad, no me gusta venir por aquí, los tiempos han cambiado mucho y la verdad es que me pongo medio raruno. Hoy en día es imposible para mí entrar aquí por ejemplo. ¡Con lo que fue este sitio para nosotros!

El Café de Fornos, patricio, bohemio y canalla

El Café de Fornos fue uno de los locales de moda en Madrid en los últimos años del siglo XIX y en los primeros del XX. Había abierto sus puertas el 21 de julio de 1870.

Era famoso por sus tertulias, por sus cenas económicas a partir de las doce de la noche y por albergar a personajes de toda condición: artistas, escritores, políticos, toreros y otras gentes de mala reputación.

Cubiertos de plata y divanes de terciopelo rojo. Estatuas de bronce que sostenían lámparas de gas; frescos pintados por Manuel Vallejo; alfombras blancas; relojes de dos esferas que pendían del techo.

Según las descripciones que circulan por ahí, era un café de aire europeo, selecto, lujoso, un tanto recargado en su decoración. Gustavo Adolfo Becquer, que cubrió la inauguración del local para la revista “La Ilustración de Madrid” lo definió como “solemne y patricio”.

Por la tarde, el café se llenaba de matrimonios burgueses. Pero según avanzaba la noche, la parroquia cambiaba y se mezclaba. El Fornos se volvía entonces bohemio y canalla, punto de encuentro de todos los seres con querencia a la mala vida. En la planta baja del local estaban los reservados, cuartos privados de paredes móviles muy adecuados para charlas, cenas y juergas clandestinas.

El Café de Fornos lo habían abierto los hijos de Pepe Fornos, ayuda de cámara del Marqués de Salamanca y dueño del Café Europeo. Fue el hijo mayor, Manuel Fornos quien imprimió su estilo al local, hasta que en el año 1904 se pegó un tiro en la cabeza.

Aquí nació el pepito de ternera

El plato estrella del local, por seis reales, era el ‘bistec a lo Fornos’: filete de solomillo de ternera sobre una rebanada de pan frito, rematado con una loncha de jamón, también frito, y otra lonchita de vacuno en salazón, lengua escarlata que se decía en la época¹. Junto al bistec se solían servir las patatas souflé o patatas huecas.

Y es que, según recogen las crónicas, el mítico y castizo ‘pepito de ternera’ (bocata de filete de ternera por si alguien no ha tenido el gusto) viene de aquí, de que el pueblo se apropiara e hiciera suya la receta del ‘bistec a lo Fornos’, tomando el nombre del fundador del café, y más exactamente, de uno de sus hijos, José, amante confeso de los bocadillos. Este origen del pepito de ternera lo recoge el cocinero Teodoro Bardají en un artículo fechado en 1933. Un bocata de solomillo que ilustra bien lo que era el Café de Fornos, esa mezcla entre lo noble y lo popular, entre lo selecto y lo callejero.

Desde aquel día de 1879 en el que el Perro Paco recibiera su bautismo con champán en el Café de Fornos oficiando el Marqués de Bogaraya como maestro de ceremonias, se dice que el can siempre tuvo la cena pagada en el local.

El noble, que fuera alcalde de Madrid en 1884, acudía con frecuencia al Fornos e invitaba a cenar a Paco siempre que éste se dejaba caer por allí, en mitad de su deambular nocturno o a la salida del teatro (porque sí, Paco era aficionado al teatro).

Si no estaba Don Gonzalo cualquier otro visitante asiduo del Café tomaba el relevo y le invitaba a un pedazo de carne que el perro degustaba siempre sentado a la mesa, si bien no consta que empleara cuchillo y tenedor. Era un perro muy listo y que sabía estar y agradar, obsequiando agradecido con alguna cabriola a quien le hubiera convidado esa noche.

Madrid era una ciudad más pequeña entonces que unos cuantos de sus barrios actuales. Esto permitió que la historia circulara y se extendiera rápidamente, y que Paco se fuera haciendo popular en El Foro.

El Perro Paco, un alma libre

El Perro Paco se movía en el Fornos como Pedro por su casa y nunca faltaba alguien que le invitara. Tras la cena, Paco, en cuanto su benefactor ocasional hacía ademán de marcharse, se incorporaba, presto a acompañarlo a casa.

Fueron muchos quienes intentaron convencerlo para que entrara en su domicilio y se quedara a dormir, a resguardo del frío y la intemperie, pero Paco siempre rechazaba la invitación, no estaban hechas sus patas para alfombras y cama caliente.

Si su acompañante se ponía pesado con las insistencias o incluso trataba de forzarlo a entrar, Paco se revolvía nervioso y, en señal de seria advertencia, comenzaba a gruñir. No por invitarme me vas a enjaular, dejaba claro.

El Perro Paco era un perro libre y nada amaba más que su libertad, ni por unas horas quería sentirse como perro doméstico o domesticado.

Su hogar eran las calles de Madrid, sucias a veces, inquietantes otras, emocionantes siempre. En la noche, el Perro Paco emprendía siempre rumbo a su refugio, en las cocheras del tranvía de la calle Fuencarral, paseando libre y feliz por las calles y callejuelas de la ciudad de los gatos.

Lee aquí más sobre cómo fue bautizado el Perro Paco en el Café de Fornos >

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