Y ahí estábamos, el Perro Paco y yo, ante el viejo Café de Fornos, aunque hace mucho tiempo que ya no se llama así.
Hoy en día, en la esquina entre las calles Virgen de los Peligros y Alcalá, a los pies del antiguo edificio de Seguros Vitalicio, existe una cafetería de la cadena norteamericana Starbucks.
Hoy en día no se puede entrar en el local del Café de Fornos siendo un perro.
Así que entré yo solo mientras el Perro Paco se quedaba esperando fuera, con cierto resquemor a pesar de que él mismo me animó a que entrara a tomarme un café para que después le contara mis impresiones.
Posiblemente lo que queda del Café de Fornos sea sólo una placa en la pared.
Se hablaba del viejo Fornos como un café de ‘aire europeizante’. La cafetería de hoy es una franquicia de una cadena comercial americana que se reproduce de forma casi idéntica en las calles de medio mundo. Todo viene de serie, todo está perfectamente medido y calculado.
La música está al volumen justo que permite hablar. Suena música negra, que contribuye a crear un ambiente agradable, que invita a la conversación. El local está bien iluminado, pero sin estridencias. Todo huele a calcamonía, todo transmite la sensación de estar ante las antípodas de la improvisación.
Amplios ventanales dan a ambas calles. Continuamente se renueva la clientela. La gente entra y sale sin parar. Circula.
Un Strabucks en pleno centro de Madrid es un punto de encuentro internacional. En la mesa que se sitúa junto a la que yo he ocupado con mi café, un paisano de mediana edad y una joven estudiante estadounidense intercambian conocimientos de idiomas.
Turistas despistados encuentran en su salón un lugar reconocible, junto a estudiantes Erasmus y viajeros poco aventureros.
En el Starbucks, como en un McDonalds, un Zara o un centro comercial, ya da igual en qué punto del planeta te encuentras. Da igual Guatemala que Madrid o El Cairo. Todo se difumina. Sólo hay una patria: la marca, la corporación. Eso que llaman globalización.
Lo peor es ese mecanismo que horada tu mente y que te hace, en ocasiones, encontrarte cómodo entre tan insustanciales coordenadas, llegando a elegir incluso pasar un rato en ese territorio conocido de seguridad y control. Turbia evidencia. Su patria convertida en nuestra. Su victoria.
En estas reflexiones andaba yo perdido mientras los sobres de azúcar me informan de que el café etíope que me estoy tomando procede de redes de comercio justo. Tal vez así sea, aunque se necesitaran tres años de negociaciones entre Starbucks y el Gobierno de Etiopía para que la multinacional aceptara pagar 1,30 euros por cada kilo de café, en lugar de los 65 céntimos que venía pagando, hablando de una variedad de calidad superior que después la cadena vende en Estados Unidos a 20 euros el kilo.
En el Starbucks se pide y se paga en la barra, al momento. Tres camareras y un camarero, todos ellos con el uniforme marca de la casa, con su delantal verde y su polo negro de manga corta. Atienden con diligencia y simpatía.
Cafés en grandes recipientes. Donuts y magdalenas llamadas muffin. American Style of Life.
Al otro lado del ventanal me espera Paco, con gesto indescifrable.
El antiguo Fornos, un café al fin y al cabo
Lo cierto es que, con todo, el lugar que fue el Café de Fornos, en el que se forjó la leyenda del Perro Paco, continúa siendo un café, un lugar en el que charlar y encontrarse. Ok, un Starbucks. Pero podría ser peor. Pongamos una sucursal bancaria.
Después de que Manolo Fornos se pegara un tiro en 1904, sus hermanos trataron de mantener a flote el local. Pero finalmente tuvieron que cerrar. Abriría de nuevo, con otros dueños, otra vida, otro nombre: Gran Café. Años después recuperó su marca clásica, como Fornos Palace, un cabaret con mesas de juego.
En 1923 el edificio era comprado por la sociedad Banco Vitalicio y en 1933 se derruía para construir una nueva sede para la entidad financiera. La última crisis económica se llevó también el nombre de Vitalicio de este sólido edificio de la calle Alcalá.
El Grupo Generali anunció en 2009 la fusión de sus filiales Estrella Seguros y Vitalicio Seguros, para concentrar esfuerzos y, huelga decirlo, reducir costes. Resulta que Vitalicio no lo fue tanto después de todo, permítaseme el fácil juego de palabras.
Hoy, en los bajos del edificio del Generali España Holding se encuentra el Starbucks Coffee. Y desde los ventanales del café se contempla la fachada del Teatro Cofidis, con el nombre de la marca financiera en el antiguo Teatro Alcázar. Todo es poesía.
El fantasma de Paco y los trabajadores de Starbucks
Me disponía a marchar, cuando no pude resistir la tentación y, aprovechando uno de esos escasos momentos en los que la afluencia de gente ha concedido una tregua, me acerqué a una de las trabajadoras del Starbucks y le advertí de que le iba a hacer una pregunta que tal vez le pareciera un poco extraña.
Obviamente le pregunté por el Perro Paco.
Me alegró que no fuera un desconocido para ella. También ella había escuchado hablar del famoso perro madrileño. Pero no hacía mucho tiempo.
Resulta que después de bastantes años trabajando en el Starbucks, haría cosa de un mes le habían llamado de la radio, en ese momento no recordaba de qué emisora, para preguntarle si no había visto últimamente merodeando por el lugar a un perro negro. Si no entraba a tomar algo y si no se echaba en las proximidades del café.
Ella se hizo la loca y dijo que para nada. “Ya sabes cómo son los periodistas”, me dijo, y, echando una rápida mirada afuera, donde Paco me miraba ya con cierta sorna al alargarse mi conversación con la chica, me guiñó un ojo con complicidad.
Pero lo que nos inquieta no es eso, sino el fantasma. Aquí pasan cosas muy raras, me dijo.
De vez en cuando se mueven cosas, aparentemente solas, se caen cajas. Abres por la mañana y Paco, que así se llama el fantasma, ha tirado algo al suelo. Otras veces, estás dentro, y escuchas como si te llamaran. Y nadie te ha llamado, no hay nadie. Tendrá una explicación pero aquí nadie viene a abrir solo ni se queda solo para cerrar.
Una vez escuché sonar mi teléfono, lo había dejado dentro, y cuando me acerqué a mirar, tenía una llamada perdida de mi propio número.
Eso fue, palabras más, palabras menos, lo que ella me contó.
Me dijo que les habían dicho que podía ser el fantasma de uno de los antiguos dueños del Café de Fornos. Yo le recordé que Manolo Fornos se quitó la vida de un disparo en los bajos del local, por si ayudaba.
Pero, ya es casualidad, ella insistía, aunque no sabía por qué, en que el fantasma se llama Paco.
Me dijo que tal vez fuera el padre de Manolo Fornos, quien adquirió el local. Pero no, pues se llamaba Pepe. Tal vez uno de los hermanos. Pero por lo que he podido saber los tres hijos de Pepe Fornos se llamaban Manuel, Carlos y José.
Toda la cuadrilla del Starbucks Coffe sostiene que el fantasma que convive con ellos en sus jornadas laborales se llama Paco.
Cuando, ya de vuelta al barrio, le conté todo esto a mi amigo, el contemporáneo Perro Paco, se le erizó todo su pelo negro como si fuera un gato en posición de defensa.
Si quieres, puedes pinchar aquí para saber más sobre el mítico Café de Fornos. >