Metro Velázquez e Iglesia de la Concepción

Tacones y Bocanegra: un paseo por el barrio de Salamanca

Hacía mucho tiempo que no veía al Perro Paco. Simplemente, como llegó se fue. Se esfumó. No sé si aquella visita al viejo Café de Fornos… No sé si aquella historia de fantasmas.

O puede que fuera sólo porque definitivamente es un can. Pero es un can gato. Un perro de Madrid. Y entonces, de vez en cuando, necesita salir por los tejados de la ciudad, perderse por los bares oscuros, por las callejuelas, por las plazas llenas de gente sola. Deshacerse entre las sombras, confundirse con las llamas de la ciudad y amanecer donde sea.

El caso es que le eché de menos durante este tiempo. Al fin y al cabo uno no anda tan sobrado de buenas amistades y menos aún de amigos tan originales.

Me sorprendió porque no me esperaba verlo por aquel barrio tan alejado del sur, al otro lado de la línea verde de metro, en el barrio de la Concepción, en ese entramado de Vírgenes que se suceden entre sus calles: Virgen del Castañar, Virgen de la Fuencisla, Virgen de Lluc, Virgen del Val, Virgen del Portillo. Todas vírgenes.

De pronto, ante mi vista, apareció el Perro Paco. Negro, ni muy grande ni muy chico, chuleta, desaliñado, despeinado, vacilón.

De nuevo no estaba solo. Estaba con un señor mayor, muy mayor, que posiblemente ya hubiera cumplido los noventa. Al sol de invierno, junto a un banco de madera del Parque del Calero, sobre el que descansaban los huesos del anciano, que se entretenía echando de comer a las palomas las migas del pan que habían quedado desperdigadas por el mantel, al acabar de comer.

Al viejo le gustaban las palomas, y no queda mucha gente en esta ciudad que las siga apreciando. Se ha extendido aquello tan desagradable de las ratas del aire y casi siempre se habla de ellas como una plaga molesta contra la que se deberían de tomar medidas drásticas. Exterminarlas, por ejemplo.

Ese odio del moderno urbanita por las palomas puede que se deba a su aire de supervivientes, a que las sabe fuertes, por su increíble capacidad de adaptación. Como las ratas, como las cucarachas, como los humanos. Como Rouc y Crouc. Quizás sólo sea eso. Los humanos las consideran rivales y por tanto enemigas.

De pronto, en un enérgico y súbito gesto, vi como el abuelo se puso de pie, lanzó su cuerpo hacia delante, y extendió el brazo al tiempo que abría la mano y creaba primero en el aire y luego en el suelo un caudaloso surco de migas de pan que las palomas se apresuraban a depredar. Mientras lo hacía, exclamó:

¡Pitaass!¡Pitaaaas!¡Pitaaaaas! – Y soltó a pasear una sonora risa que acabó en un gemido. En un ay.

Me acerqué. El perro levantó la vista y me miró. Intercambiamos muecas sonrientes pero no nos hablamos. Yo sólo me senté en el banco.

Paco escuchaba complacido al viejo, moviendo el rabo, a gustico. Por el sol, por la compañía, por el frío. No le molestaban las palomas. Tampoco eran tan diferentes a los perros.

El eclipse total de 1905 en Madrid

El abuelo le contaba aquella historia del Gato Tacones, que vivió en Madrid en los primeros años del pasado siglo, y que tanto le gustaba recordar.

Se llamaba Tacones el gato y fue cuando se produjo el eclipse aquel que ya te digo que es el único que se ha producido, que duró muy poco tiempo, duró menos de media hora o así, que fue total. Era 1905 me parece y fue un eclipse completo de sol.

Mi abuelo vivía en la calle Espartinas, que no sé si sale de Juan Bravo o de Velázquez, ya no me acuerdo, que es una calle muy cortita, que no tiene más de 100 ó 200 metros. Y en el espacio de tiempo que duró el eclipse, diez minutos o un cuarto de hora en total me refiero, fue cuando el gato Tacones salió por el tejado -pues vivían en un piso abuhardillado- y volvió con un huevo. Sin romperlo, volvió con el huevo en la boca el tío.

Y se volvió a ir por el tejado y volvió con otro huevo. Mi abuelo, pues el gato era de mi abuelo, lo veía hacer junto a su familia. Y Tacones repitió la maniobra seis o siete veces. Huevera no llevaba, sino que los traía en la boca. No sabían a quién se los robaba. El gato se iba por los tejados y traía cada vez un huevo mientras se hizo la noche en Madrid en mitad del día. Nunca más lo volvió a hacer.

Pero no te lo pierdas que mi abuelo era sargento de la Guardia Civil, el padre de mi madre. Y tenía además un perro, que se llamaba Bocanegra. El perro Bocanegra y el gato Tacones. Y el perro lo paseaba al gato por el pasillo. El gato se subía a un cojín y el perro le paseaba por la casa según me contaba mi madre.

Pero es que Bocanegra tenía también lo suyo. La Iglesia de la Concepción estaba recién construida y ya se decían misas. El templo se construyó por suscripción popular, con limosnas que el párroco fue sacando de la gente del barrio. Mi abuelo iba a oír misa todos los días. Y el perro se colaba dentro. Él lo dejaba en casa, pero el perro se marchaba por su cuenta, se iba por el barrio hasta llegar a la iglesia, localizaba a mi abuelo, se sentaba debajo del banco donde estaba y cuando se levantaban todos porque tocaba la campana ahí salía Bocanegra ladrando. Y se marchaba con mi abuelo tan contento.

Esto en pleno corazón del barrio de Salamanca te hablo, en los inicios del barrio de Salamanca, la gente de las casas no debía de tener las puertas cerradas cuando el perro podía salir tranquilamente y localizar a mi abuelo en la iglesia. Era la casa de mi madre, de soltera (…).

En ese momento, esta vez yo, como llegué me fui, me levanté del banco y me marché, en un ataque de pudor, no fuera a incomodarse el anciano porque un humano le viera charlando con un perro. Ahí se quedó Paco, espanzurrado y sonriente.

La calle Espartinas y el Pasaje del General Mola

No fue ese, sino otro día, esta vez solo, que me acerqué a conocer los escenarios de aquella historia. La calle Espartinas continúa existiendo, aunque sale de Príncipe de Vergara y llega hasta General Pardiñas. Es en efecto una calle no muy larga en la que hay un restaurante venezolano llamado The Sánchez, una tienda especializada en sombreros y tocados, una oficina de empleo y un bar-asador gallego llamado ‘O Nabo de Lugo’.

Espartinas es también un pueblo de la provincia de Sevilla, aunque ignoro si guarda relación directa con el nombre de la calle. Lo que sí sé es que en esta localidad de la comarca de Aljarafe de menos de 15.000 habitantes y apenas a 13 kilómetros de la capital andaluza falleció en 2004 a los 87 años el gran artista Juanito Valderrama.

Paralela a la calle de Espartinas, en enero de 2016 sigue existiendo el Pasaje del General Mola, de quien ya sabía que era un general de las tropas franquistas, uno de los artífices del golpe de estado contra la II República y el máximo responsable del Ejército del Norte del bando fascista. Y no sé a ciencia cierta mucho más de él. Lo que sí sé es que después de más de 40 años de la muerte del dictador Francisco Franco, el general Mola sigue teniendo ese pasaje en el distrito de Salamanca de Madrid.

¿Te gustan los paseos del Perro Paco? Conoce lo que pasó el día en el que volvió al lugar donde un día estuvo el Café de Fornos. Y cómo aquello se convirtió en una historia de fantasmas.

Acompaña al Perro Paco en su visita por Carabanchel, la calle del Petirrojo y el hospital Gómez Ulla.

¡Sigue al Perro Paco!

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