Plaza de Cascorro

La noche hoy no me pertenecía

Esta vez no servían las excusas. Esta vez no. Tampoco eran los culpables aquellos monstruos a los que me refería hace ya cuatro años. Ni la pereza ni la desidia tenían que ver con esto. Aquí, ahora, empezaríamos a hablar de tonterías, de lugares comunes, de todos esos tópicos sobre la vida, el paso del tiempo, los alejamientos y toda esa vaina. Palabrerío.

Porque el único culpable –toma herencia judeo-cristiana- era yo. Yo me fui. Yo me marché y dejé de frecuentar aquellas esquinas sucias, aquellas farolas fundidas, aquellos parques descuidados, aquellos bares y su triste alegría que frecuenté durante muchas noches y algunos días con mi amigo el Perro Paco.

Pero me fui y crucé el río. El río, que me servía como trinchera. En esta (en aquella) orilla, mi ecosistema, mi mundo, mi barrio, lo salvaje y lo familiar, dos en uno. Al otro lado, el decorado, el escaparate, lo ajeno. ¿Equivocado antes en mis certezas o ahora en mis matices? ¿Antes con mis raíces bien pegadas a la tierra y las aceras o ahora, como uno de esos árboles, que los hay, que se mueven, que caminan, porque van con las raíces por fuera?

Sí, me fui y dejé de visitar los lugares en los que me encontraba no tan casualmente con el Perro Paco, el de ahora, claro está, no el fantasma del siglo XIX, última década.

El caso es que cuatro años y algunas semanas después de aquel primer encuentro hoy volví a ver a Paco. Noche de mediados de diciembre en Madrid, con la ciudad llena de la alegría empaquetada de las cenas y las juergas conmemorativas de la amistad navideña, el trabajo, el grupo scout, el taller de micología y la clase de pilates. Ganancia para hosteleros. Ganancia para chupiteros. Ganancia para las farmacias.

Me eché solitariamente a las calles no tan frías del centro de Madrid para cenar algo, quizás para beber algo, para observar la vida, para sentir cómo estaba latiendo la ciudad. He recorrido las calles de la Morería Vieja a las que tantas horas he dedicado en los últimos meses y he visto los bares llenos, los tacones y los abrigos, he escuchado los gritos y las incipientes canciones de las primeras horas de la noche. No descartaba tomarme unas cervezas o incluso una copa. Por la aplicación de la misma máxima de los viajes: antes solo que no hacerlo. Y porque caminar solo te sitúa en otro ángulo, te da otra oportunidad para mirar, para leer, para escuchar, para imaginar y para inventar.

He llegado hasta los Pajaritos Mojados de la calle Humilladero buscando un bocadillo que recordaba apetitoso, pero estaba en luces de copas y con la barra llena; he llegado hasta la calle Bailén, junto al Viaducto, caminando por Los Mancebos, pasando por La Taberna Angosta y un posible tercio, pero lo mismo, demasiada agitación para lo que me pedía el cuerpo; he tomado la calle de la Morería hasta su cruce con los Caños Viejos y el Macondo presentaba la otra cara de la moneda: vacío a excepción de la cara de circunstancias del camarero. Llegará su hora un poco más tarde, no hay lugar para la preocupación. Pero estaba claro que esta noche mi espíritu no iba a ser fácil de acomodar.

Me he acercado a la Plaza de la Paja y de ahí he saltado hasta la Cava Baja. La he recorrido, con nostalgias leves de otros tiempos callejeros. Hoy la Cava sigue siendo, como desde hace unos años, una nueva calle de las Huertas, de despersonalizada animación nocturna, sin alma, sin gracia, anónima.

Se me ha instalado un nuevo objetivo en la sesera (¿o tal vez en la pecera?) y me he dirigido a cumplir con un ritual de los que todos asociamos como esenciales y definitorios de Madrid, más aún en esta época del calendario. Recuerdos lejanos del instituto, de la fiesta mayor del Día de las Pellas y de la excepcional incursión desde la mirada de barrio en el centro de la ciudad, matemáticamente coincidente con el sorteo de la lotería. Me saben a sidra en vaso de mini. Y a bocadillo de calamares. Quizás sólo fue así en los 90, no tengo ni idea.

Así que pasando por la tienda de mi hermano, dormida a esta hora de la noche, he llegado a La Campana, me he pedido una lata de Mahou y un bocata, he pagado mis cinco euros y me he sentado en una de sus mesas, entre un suelo tremendamente sucio y acogedor, entre un mar de servilletas y calamares extraviados de las bocas o bocadillos a los que hace solo un rato pertenecieron.

He hecho un esfuerzo moderado por no sumergirme en el tedio y la comodidad de mi black mirrror particular y me he dedicado a mirar a la gente, repartida entre visitantes de paso en busca de experiencias y amigos ocasionales, de esos que se juntan cada mucho tiempo y para celebrar la excepcionalidad eligen un plan clásico como este, reconocible, ceremonia del reencuentro sobre tierra conocida, para apoyarse en las paredes si las servilletas resbalan demasiado por el exceso de aceite. Quienes ambicionaban una fiesta en condiciones para esta noche ya estaban a esta hora con la sonrisa de la felicidad despreocupada de los primeros efectos alcohólicos pintada en la cara. Bendita alegría, aunque no dure.

Lo cierto es que he elegido francamente mal el sitio en el que sentarme, pues pronto ha empezado a llegar hasta mí el olor a la, seguro, cercana basura, llena de cientos, miles de, si es que acaso pertenecen a una categoría contable de nombres, restos de rebozado de calamar frito y pieles de morcilla, todo ello en incipiente estado de descomposición. Y me he acordado del cabrón de Yorgos Lanthimos, el director de la película “El sacrificio de un ciervo sagrado” (The killing of a sacred deer) que se me ocurrió elegir la otra noche para el regreso a los cines Ideal después de su reapertura, porque me llamó la atención el barroco título y la etiqueta de thriller fantástico que leí al vuelo en algún sitio con demasiado cuidado para no enterarme de mucho. Tengo buena intuición para las películas, me dije. No. Me he acordado de la asquerosa visión (con un ‘asqueroso’ subrayado como solo mi amiga Marta de Fundesco sabe decir) del feo y perturbado Steven (Barry Keoghan) comiendo espaguetis.

A mi alrededor, un grupo de amigas, seguramente miembros del club de una quedada al trienio, se cambiaban por tercera vez de mesa intentando escapar del olor nauseabundo, de las entrañables cataratas de servilletas o del frescor, marca de la casa, que entra del exterior por las siempre abiertas puertas del local ante el incesante tránsito de clientes en busca del vellocino de oro, del bocata de calamares. Un puerto cálido, a pesar de todo, no se vayan a creer. El único hombre del grupo se había acercado a la barra a pedir, en prácticamente una apuesta unánime, bocadillos de panceta para todas, tras unos cuantos minutos de dudas y deliberaciones. “Menos mal que te has traído a tu marido”, ha bromeado (creo) una de ellas ante la generosa actitud del servicial paisano. A estas alturas me había sumergido ya en un estado de zozobra, como un viejo barco al que le crujen las maderas con cada golpe de mar.

Cuando salí a la calle, inclinando ligeramente la cabeza para no darme con el cierre ya a medio echar de La Campana, tenía ya claro que me volvía a casa. No era día para seguir investigando el alma humana o el alma nocturna de mi querida ciudad. Hoy no. Hoy no formaba parte de la noche. Hoy la noche no me pertenecía.

Y ahí fue, bajando la calle, que me encontré tumbado en la acera fría, más concurrida e inquieta que de costumbre, iluminado levemente por las tenues luces de neón del escaparate del chaflán de la calle Imperial, a mi viejo amigo el Perro Paco, algo más viejo, algo desmejorado, un poco más sucio, con un punto de tristeza en su mirada, pero sin asomo de rencor, sólo, tal vez, un brillo de dolor, de afecto, de reproche.

Tal vez quieras acompañar al Perro Paco en una mañana de sol de invierno en Carabanchel. O en su visita al Parque Calero del barrio de la Concepción.

¡Sigue al Perro Paco!

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