Un padre camina junto a sus dos hijos de la mano, en una tarde cualquiera de invierno, por el centro de Madrid. Los dos canijos no alcanzan todavía la altura de sus piernas.
Uno de ellos, el mayor, intenta entrar en el local abierto de una inmobiliaria, atraído tal vez, como una pequeña polilla, por el foco de luz blanca y potente que emerge y casi deslumbra desde el interior, en contraste con la oscuridad fría de las siete de la tarde de enero. El hombre lo impide, con la naturalidad propia del padre que activa idéntico mecanismo varias veces al día para sofocar los arrebatos de sus criaturas:
– Ahora no, Daniel. Luego.
Sobrepasan la fuente de luz con la suerte de no quedar ciegos y también su enorme escaparate lleno de carteles que anuncian pisos grandes y pequeños, bonitos y feos, pero todos carísimos, que cualquiera diría que existe algo así como un derecho a la vivienda. Y se escucha al padre, de nuevo, advertir a su primogénito:
– Y sobre todo, no se la dejes a nadie, ¿me has oído?
El chavalillo asiente y sigue jugando con su pequeña metralleta.
