Terrazas frente al Covid-19

Prueba de vida. Crónica del final del confinamiento en Madrid

El confinamiento ha terminado. Hoy -o, ya a estas horas, ayer- se abrió la veda a todo tipo de paseos en múltiples modalidades y formatos que seguro ya se saben al dedillo. En Madrid este maldito virus ha dejado hasta la fecha al menos 8.292 personas fallecidas, según los datos oficiales que recoge El Diario. Casi ocho semanas después, volvemos a las calles (ojalá por mucho tiempo) y pese a las limitaciones, pese al estado de alarma incluso, hablar de confinamiento o encierro ahora ya no parece tener sentido. Nos queda un panorama que sigue siendo raro y chungo, hecho de miedo, desconcierto e incertidumbre, aunque mezclado con esperanza y alivio, porque tampoco vamos a negarlo, y porque al fin y al cabo somos fruto de la contradicción.

El caso es que justo hace una semana, apenas tres días antes de que empezara a abrirse la puerta de la calle para la chavalería y sus progenitores -¡y qué gusto fue ver que volvían los peques a tomar las calles y las aceras!-  un sonido muy familiar me sacó de mi sopor y mis cavilaciones de sofá. Era un ladrido, inconfundible para mí. Era una llamada e iba dirigida a mi balcón. Como un resorte me levanté de un salto y acudí al instante. Y allá abajo lo vi, a mi amigo el Perro Paco, edición siglo XXI.  Ahí estaba con su pelo negro ni muy largo ni muy corto que le cubre todo el cuerpo con excepción del vientre y el pecho, blancos. Ahí estaba mirando hacia arriba, con su aire chuleta y vagabundo, todo actitud.

Esta vez era el perro el que acudía a pasear al hombre y no al revés, aunque, no nos engañemos, esta ha sido práctica generalizada en estas duras semanas. Venía con cara de salvoconducto, muy consciente de su valor. Un segundo bastó para que yo diera un salto hacia atrás, comprendiendo la situación, y pocos más me sobraron para sacarme de una vez el chándal, enfundarme unos vaqueros ya sin necesidad de cinturón, una camiseta ancha y la chupa vaquera y salir atropelladamente de casa. Bajé corriendo las escaleras, intentando colocarme los asquerosos guantes de látex, la asquerosa mascarilla quirúrgica, el bote de hidroalcohol en el bolsillo, sacando un pañuelo de papel para pulsar el botón y abrir la puerta del portal y demás minuciosos e insoportables pasos que se han vuelto cotidianos en este absurdo escenario de la anormalidad previa a la nueva normalidad anormal.

Cuando al fin salí a la calle, Paco parecía divertido con mi aspecto:

Vaya pintas llevas, chaval –y se llevó una de sus patas delanteras a la frente, burlándose-. Venga va, que te llevo a dar una vuelta, que estarás que te subes por las paredes.

A buenas horas, mangas verdes. Ya se te podía haber ocurrido antes, majete. Es el día 44 de la cuarentena de las pelotas.

Anda y no te quejes. Bastante es que me presto a la comedia esta de que me estás dando un paseo.

No fue un paseo largo. Son tiempos de contención y disciplina y uno acaba por asimilarlas. Incluso la mayor parte de los quebrantamientos diría yo que han sido algo así como rebeldías contenidas. Un rodeo de más al volver de la compra; echarse a suertes para ver quién se disfraza de perro; aprovechar para hacerse fumador con canas en la barba. Cosas así. Inofensivas. Otra cosa son los días de apertura del corral, como hoy, o como hace una semana, cuando salimos, desbocados o no, pero en tromba, como si no hubiera mañana.

40 días y 40 noches recorriendo las calles del Madrid confinado

Habló Paco casi todo el tiempo. Llevaba estos más de 40 días y todas sus noches recorriendo las calles de la ciudad, durmiendo en los parques cerrados y precintados. Me contó algunas cosas. Me dijo que se veía más que nunca a las personas que viven en la calle, que no tienen casa, que son también castigadas con un acrónimo al nombrarlas, que se las veía más porque básicamente no había más gente sentada en las plazas, en los bancos. Y como estaban solo ellas se veía que eran realmente muchas. Me habló de un tipo que estaba siempre en el mismo banco, tomando el sol en silencio, las piernas cruzadas, un sombrero en su cabeza, la piel gastada y una enigmática actitud hierática y por tanto poderosa.

Me habló también de los bancos vecinales de alimentos, de largas filas de personas que doblaban las esquinas de sus manzanas a la espera de recibir esos paquetes de comida procedentes de la buena voluntad de los vecinos y de la organización solidaria de algunos admirables imprescindibles capaces de pensar en los demás a la vez que en sí mismos. O incluso en lugar de sí mismos, sea esto por los motivos que sea. Me habló de adolescentes a los que veía quedar en los mercadonas. La rebeldía contenida de la que hablaba. Innata. La vida, intentando abrirse camino. Yo le presenté mi indignación, porque de aquello sí podía hablar, de aquellos que parecían estar por encima del bien y del mal, confiados en su edad, en su forma física o en ser más listos que nadie. Aquellos que osaban acudir al súper sin protección y sin mascarilla y sin guantes y sin…

Y me cortó en seco:

Chico, te estás avellanando. Sé que vas cumpliendo años, pero ponle ojo. Que no hace falta convertirse en un viejo cascarrabias.

Me habló de carteles en los portales en los que la gente sacaba lo mejor de sí misma para ofrecerse a sus desconocidos de escalera a subir una medicina o la compra en caso de necesitarlo. Me habló de la guerra de caceroladas, de cómo las primeras antimonárquicas habían sido sucedidas por otras antigubernamentales. Me habló de las mil y una versiones del ‘Resistiré’ del Dúo Dinámico, canción con su toque cañí y su melodía pasada de moda convertida en el bello y digno himno de estos días de encierro, trazando un hilo absolutamente inesperado y tremendamente coherente con aquel ‘Madrid qué bien resistes’ que se demostró tatuado en una vieja y profunda capa de la epidermis de esta ciudad animal que nunca durmió antes de estas aburridas noches de oscuridad y silencio. Me habló de cómo quizás las procesiones habían faltado en la calle en esta Semana Santa, pero no habían faltado a su cita inexplicables torrijas capaces de trasladarse clandestinas de un lado a otro de la ciudad. Me contó de algunas calles, como la de María Panes, en el distrito de Chamberí, o la de Lucientes, en La Latina, que no habían renunciado a celebrar su particular Feria de Abril de Sevilla en un Madrid en el que siempre han cabido todas las extravagancias; de las verbenas que se montaban de balcón a balcón en la calle Maldonadas, cada fin de semana a la hora del vermú, como una promesa de regreso a casa de la alegría ingobernable y libérrima.

Y sí, claro, me habló del miedo que se respiraba en estas semanas, que se sentía denso y espeso, en la mirada, en los dedos nerviosos que no atinaban a abrir una bolsa de plástico con unos guantes de látex, en la psicosis de creer de pronto que una enorme nube tóxica se había instalado en lo alto, que había roto el cielo y el aire había enfermado para siempre. El enemigo microscópico, responsable de los escalofríos del Palacio de Hielo, de la pesadilla de las residencias de ancianos de las que algún día habrá que hablar con sinceridad. Del siniestro tránsito de ambulancias amarillas del SUMMA que llenaban el paisaje de un tráfico desconocido en la ciudad dejando un surco profundo de congoja en el alma.

Me habló de los que seguían haciendo que a pesar de todo la rueda girara, que las persianas de lo imprescindible se abrieran. Del esfuerzo de los que producen alimentos y los que los venden; de los ejércitos de cajeras y reponedores; de los camiones de basura haciendo su ruta cada noche; de los trenes de metro y las corbatas en su sitio de los trabajadores de la EMT; de cuántos cubos y fregonas habían seguido en activo cada minuto, siempre en femenino plural, por cierto; de esos ‘emprendedores’ a la fuerza que son todos los riders y sus bicis y motos, los nadie de siempre, de todos los tiempos. Me habló, aunque no pudo mucho, de las dermatitis y las ojeras en las caras agotadas de todos los sanitarios de la ciudad.

El Perro Paco me confesó al fin que no había nada de lo que disfrutara más que de esos diez minutos de cada tarde a las ocho, en los que galopaba frenético por las calles en mitad del estruendo, moviendo el rabo, excitado, ladrando a todo ladrar, esas veinte horas en punto que ojalá empezaran lentamente a diluirse, o a derretirse con el calor, sin necesidad de que volvieran a escucharse. Aplausos que nadie hubiera pensado que durasen tanto, que sostuvieran más de medio centenar de días a punto de extinguirse. Llovían y llueven dedicados a todo el personal que se está dejando la piel en primera línea, especialmente en los hospitales. Pero algún día reconoceremos que, por muy agradecidos que estuviéramos, por muy admirados, en realidad nos aplaudíamos a nosotros mismos. Eran una prueba de vida en mitad de este secuestro.

> Accede a la sección de Palabras para una Pandemia, del Perro Paco.

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