2- f. Máscara que cubre la boca y la nariz de su portador para protegerlo de la inhalación y evitar la exhalación de posibles agentes patógenos, tóxicos o nocivos. Mascarilla quirúrgica, sanitaria. Diccionario de la Real Academia Española
El 20 de abril de 2022 llegó al fin el fin de la obligatoriedad del uso de mascarillas en interiores.
Dos años después, recuperamos ese triste lujo de poder entrar en un supermercado sin el incómodo filtro de polipropileno.
Porque lo normal no es llevarla.
Una frase se me repite cuando trato de escribir este texto:
Lo hemos pasado mal. Lo hemos pasado muy mal.
Y otros mucho peor que tú, me dice una voz desde mi interior.
En esta serie, pesada de escribir, porque es una nube densa y pegajosa la que contiene todo lo relacionado con la pandemia, me quiero fijar en las palabras. Y sostengo que cuando todo pase, y ojalá esté pasando, lo que la cautela y el temor impide afirmar categóricamente, en el mundo de las palabras sólo nos habrá dejado algunos significantes y algunos significados con cierta vocación de permanencia.
La mayor parte de toda la jerga que aprendimos y usamos pasará, será barrida por el tiempo y el olvido y sólo será desenterrada en conversaciones de rescate de la memoria. Pero algunas palabras, muy pocas, quedarán para siempre tatuadas en el incierto lugar en el que habita el lenguaje. Entre estas últimas, se encuentra, por supuesto, la dichosa mascarilla.
No en vano, la segunda acepción de ‘mascarilla’ en el Diccionario de la Lengua Española (DLE), la que citamos en el comienzo de este texto, fue retocada, si bien es cierto que muy ligeramente, para la actualización 23.4 del DLE en el otoño de 2020, como consecuencia obvia de su relevancia en la pandemia de la covid-19.
Si, como ya hicimos con ‘pandemia’, tratamos de hacer el ejercicio de recordar la vida anterior de la palabra, una primera conclusión me haría decir que mascarilla no era una palabra que utilizáramos en exceso antes de todo esto.
Fuera de quirófanos y otros ámbitos profesionales de uso cotidiano, un servidor relaciona la vida pasada del término con misteriosos e invisibles ungüentos que algunas mujeres afirman de vez en cuando haberse aplicado en sus cabellos con propósitos indefinidos, sin que la ignorante contraparte sepa nunca a ciencia cierta a qué demonios se deben estar refiriendo pues por ningún lado se ve rastro alguno de su presencia enmascarada.
Ojalá ahí siguiera la palabra. Pero no. Esto quedó en un lejano y añorado plano en comparación con los tonos celestes y la apariencia esmirriada de las mascarillas que hemos portado con obediencia religiosa durante todo este período de nuestras vidas. Amor-odio hacia ellas, que nos protegían -y protegían a nuestros seres queridos- y nos acojonaban, nos hacían más mudos, más sordos, más miedosos. Más débiles.
Me alegra recordar que nunca supe si las mascarillas higiénicas o quirúrgicas eran la misma cosa. Recuerdo fotografías tan absurdas como dolorosas pobladas por personas paseando con ellas a la orilla del mar, en mitad del campo, en una calle solitaria. Demasiado que decir. Hace falta y hará falta aún mucho papel para la catarsis de la mascarilla. Lo hemos pasado mal. El desenganche costará y a las calles me remito. Lo hemos pasado mal y nos hemos quedado medio tarumbas. No se irán tan fácil. Ni el miedo, ni la ansiedad, ni las mascarillas.
En la escuela de mi hija, que es pequeña, con motivo del entierro de la sardina en los pasados carnavales, realizaron una pequeña ceremonia en la que quemar aquello que simbolizara el pasado, lo pesado, lo que debía de morir para poder renacer con más fuerza, una primavera más. Claro que quemaron una mascarilla.
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