El pueblo. Kandela Serrano.

El molinero

Ficciones

España, 1942. En algún lugar al norte del río Ebro.

La guerra había llegado a su fin. Al menos eso decían los vencedores. El caso es que en Riofrío y su comarca todos habían perdido, incluso los que se decían vencedores. Las casas presentaban numerosas goteras, techumbres derruidas y muros de adobe en el suelo, deshaciéndose con las tormentas del duro invierno. La iglesia mantenía en pie sus pétreos muros de sillería, pero un tizne negruzco recordaba el incendio que había sufrido al comienzo de la contienda. Los campos se encontraban en su mayoría sin labrar, llenos de broza. Muchas manos jóvenes y fuertes habían muerto en el frente. Otras tantas habían tenido que huir hacia un exilio incierto y no pocos sufrían un encierro sin fin a expensas de ser juzgados. La convivencia se había roto en mil pedazos, como si un mortero hubiera dinamitado su carga letal en medio del jolgorio del día de mercado.

Manolo era de los pocos, si no el único, que seguía haciendo lo mismo que hacía antaño, antes de que llegaran estos años aciagos llenos de locura. Con los primeros cantos del gallo, antes de clarear el alba, se levantaba y aseaba, arropaba a Concha, su mujer, y atizaba las ascuas de la noche para que prendiese un nuevo tronco en el hogar. Después de desayunar unas migas de pan duro con leche de cabra, salía a la era y cogía a Faraón, que pacía tranquilamente la hierba fresca con rocío. El noble mulo dirigía la recua de burros y burras que transportaban el poco grano cultivado al molino y del molino vuelta con la harina a casa del agricultor de turno.

Nunca había sido el más sociable de la villa, pero Manolo agradecía salir al monte, rumbo al molino de agua, a primera hora de la mañana, cuando aún las calles no estaban sembradas de miradas cotillas ni cuchicheos indiscretos. La guerra le había hecho un poco más huraño. Tenía escasa cultura, como todo hijo de dios en el pueblo. Pero siempre había latido en él un afán de conocimiento que le llevaba a estar más entre las páginas de los pocos periódicos que llegaban a Riofrío, que entre los parroquianos de la taberna. En su fuero interno despreciaba a aquellos que abotargaban sus escasas luces con tinto.

Pasaba junto a la iglesia, con la recua de cinco equinos detrás, cargados con unos sacos de trigo de la familia Jiménez.

– Buenos días los de Dios, Manolo. ¿No se queda a la misa?

– No padre Saturnino, tengo labor en el molino, ya ve.

– Dios lo quiere en la parroquia.

– Pero también querrá que sus hijos coman pan y para eso hay que moler harina.

El cura le miró cejijunto, ofuscado por la respuesta. Pero en el fondo sabía que Manolo tenía razón. Era un buen molinero. Socialista y medio ateo, pero buen molinero, y a su modo, alma caritativa. El padre Saturnino sabía que Manolo repartía de sus exiguas ganancias harina entre las familias más pobres de Riofrío. La Iglesia solo repartía sermones y con sermones no se llenaba el estómago.

Por la empinada senda que discurría paralela a las aguas frías del arroyo de montaña iban Manolo, Faraón dirigiendo a su tropa de burros y el infatigable perro Rubio.

– Buenas Manolo, ¿qué tal se presenta la jornada?

Quien saludaba era Emeterio, el sargento de la Guardia Civil que volvía con una brigada de cuatro agentes. El maquis de ‘Caraquemada’ andaba por la zona o eso decían.

– La jornada dura Emeterio, ya lo sabe usted. Pero se llevará.

– Tenga buen día tío Manolo.

– Igual le digo.

Manolo, con su paso cansino e infatigable, ya se internaba en la loma y las primeras luces del alba recortaban las siluetas de sus equinos compañeros cargados con los sacos de cereal.

– ¿Por qué saluda siempre tan afable al tío Manolo, sargento? No combatió en la guerra, es un cobarde, y su hijo un rojo de mierda que se esconde con la partida de Caraquemada como alimañas.

El sargento se volvió en su montura y miró hosco al joven Martín. Un falangista de ciudad que hacía poco había sido destinado al cuartel de la serranía.

– Eres medio bobo, Martín. Si todos hubiéramos seguido trabajando como Manolo durante la guerra, menos lágrimas tendríamos que derramar ahora. Además, Manolo no fue a la guerra porque su trabajo era esencial para que nos pudiéramos seguir llevando a la boca el poco pan de las malas cosechas de estos años. Tenía los permisos pertinentes para no ser reclutado. – Y también las agallas para plantarse y no ser reclutado, pensó Emeterio, pero eso no lo dijo.

El sargento de la benemérita respetaba al abuelo Manolo antes de la contienda y ahora mucho más por saber mantenerse al margen de tamaña atrocidad. El joven recluta Martín encajó el golpe de su superior de mala gana, pero no dijo ni mu. No comprendía las relaciones que se daban entre los paisanos de la zona. Muchas personas se mostraban cercanas, a su manera, sutil, soterrada, como si la guerra no hubiera terminado de cortar todos los lazos de amistad y comunidad entre rojos y nacionales. Martín, falangista de ciudad, de familia acomodada, no entendía lazos más allá de su visión maniquea de la política.

El molinero / Kandela Serrano

El sol de mediodía calentaba el patio del molino. El torrente de agua de la represa hacía girar las grandes piedras redondas que molían el cereal. Los burros pacían hierbajos secos y brotes verdes. Rubio descansaba plácidamente al sol en un rincón hecho un ovillo, mientras roía un hueso de jabalí que había encontrado hacía días entre los matorrales. El tío Manolo trajinaba en el ingenio, llenando sacos de harina que al atardecer bajaría al pueblo para la familia Jiménez. Él se quedaba una parte por su labor en el molino. Y de esa parte algo repartía por el camino entre sus vecinos más pobres. Manolo era apreciado en el pueblo por tirios y troyanos. De pronto algo despertó la curiosidad de Rubio, que salió disparado ribera abajo.

Manolo vio con inquietud que su hija Aurora subía sudorosa con cara descompuesta. Aurora era dura y estaba acostumbrada a trajinar duro y a pesares peores. No se amilanaba fácilmente, ni aún cuando en los primeros meses de la contienda la apalizaron para que descubriera el paradero de su hermano Cipriano. No sabía el escondite de su hermano y del resto de la pequeña guerrilla, pero aún así aguantó golpes y vejaciones hasta que llegó al cuartel el sargento Emeterio y paró los abusos de sus subordinados. El tío Manolo no olvidaba. El tío Manolo sabía que algo pasaba. Con su cansino e infatigable paso bajó al encuentro de su zagala. Llegó a su par y la abrazó para darle refugio.

– Cipriano… -jadeaba por el esfuerzo de la subida-. Cipriano, Caraquemada y los suyos… han secuestrado al cura Saturnino. Amenazan con ajusticiarlo por señalar a los fusilados tras la caída del frente… -jadeaba por cansancio y por la tensión-. La benemérita les ha rodeado en la iglesia… Los paisanos del pueblo están encerrados en sus casas, aterrados. Los cables del teléfono están cortados… Hasta mañana mínimo nadie sabrá lo que pasa en Riofrío.

– El padre Saturnino no es muy buen cristiano, pero ajusticiarlo no va a traer más justicia a este maldito pueblo. Chiqui, quédate en el molino apañando el trajín. Veré qué puedo hacer.

Manolo entró en el pueblo con su cansino e infatigable paso. Entró por las eras, en el lado opuesto de la iglesia, donde maquis y benemérita se disparaban, de momento, voces, improperios y amenazas. Vio a un rapaz de 7 años de una de las familias más humildes del pueblo.

– Emilín, ven hijo. Ve al cuartel o junto a la iglesia, con mucho cuidado, y sin que nadie te vea. Di al sargento Emeterio que el tío Manolo quiere hablar con él. Que le esperaré en los muladares a las afueras del pueblo. Que no te oiga nadie más. -Y le dio un mendrugo de pan para su familia para terminar de convencerlo. Su confianza ya la tenía, pues Manolo ayudaba a su familia a tener algo que yantar casi todos los amaneceres. En los muladares se descomponía el estiércol de las pocas cabezas de ganado que se estabulaba en las cuadras de Riofrío. Los lobos en invierno eran más atrevidos  por el hambre y los paisanos encerraban en corrales y establos por las noches a cabras y burros de trabajo. También se descomponían restos de animales muertos. Las gallinas picoteaban y rebuscaban con sus patas jugosos trozos para llenar su buche. Una gata en celo maullaba en un tejado y dos perros menudos jugueteaban en el prado ajenos a la tensión que se cortaba en la villa.

– Tío Manolo tengo poco tiempo. Mis hombres están muy nerviosos. Temo que el iluminado de Martín dirija un asalto a las bravas en mi ausencia. Este polvorín es el caldo de cultivo ideal para los fanáticos como él. Tu hijo Cipri parece estar entre los amotinados de la iglesia… Mal asunto. Esto tiene pinta de acabar muy mal.

– Lo sé. Por eso estoy aquí. Con su permiso creo que podré evitar más derramamiento de sangre.

– Me la juego tío Manolo, me la juego. Mañana vendrán refuerzos casi seguro. Hemos enviado un enlace a Molina de Abajo. Tardarán en llegar, pero mañana a la tarde este maldito pueblo va a ser un infierno y un poco más maldito.

– Escuche un momento, tengo a mi hijo cercado por sus hombres en la iglesia y lo tengo que intentar. Usted tampoco se puede permitir que ajusticien al párroco. Si empiezan los tiros, Saturnino será el primero en reunirse con Dios.

– Le escucho…

La iglesia / Kandela Serrano (15 años)

Con su paso cansino e infatigable, el tío Manolo se acercó a la puerta trasera de la iglesia. Su mujer Concha se abrazaba con su hija Aurora que había bajado ya del molino. Ambas contenían las lágrimas. No eran momentos de pesimismo, ya habría tiempo de llantos. Toda una vida, si todo salía mal. La partida de maquis entreabrió la puerta de la sacristía y Manolo entró en la parroquia. Quién le iba a decir a él por la mañana, cuando habló con el padre Saturnino al alba, que efectivamente iba a visitar la casa de Dios tan pronto.

Cipriano no se contuvo y corrió a abrazar a su padre. Hacía dos años, desde que se hundió el frente de la serranía, que se escondía entre cuevas, zarzas y matorrales, como el resto de la partida guerrillera, como lobos famélicos al acecho. Medio muertos, acorralados, y por eso mismo letales.

– ¡Padre! ¿Qué hace usted aquí?

– Podría preguntarte yo lo mismo, querido Cipri. Pero no tenemos tiempo. Imagino que usted es Caraquemada -añadió el tío Manolo, dirigiéndose a un miliciano con una fea cicatriz de metralla en el rostro-. ¿Podemos hablar tranquilos un momento?

El padre Saturnino se encontraba maniatado y amordazado en uno de los primeros bancos de la iglesia. Aparentemente había sido bien tratado, ya que no mostraba signos de violencia a la vista.

El abuelo Manolo inició la conversación sin preámbulos. Su barba cana y las arrugas en su curtida cara le ponían por encima de cualquier rango militar o miliciano.

– Tenéis la batalla perdida Caraquemada. La benemérita no os dejará salir vivos de Riofrío. Con el sargento Emeterio tenemos una oportunidad esta noche, pero mañana con los refuerzos de Molina de Abajo todo habrá acabado.

– Lo sé abuelo. No ha salido como planeamos. Iba a ser un golpe rápido para eliminar a este chivato – dijo mirando al cura Saturnino-, que mandó a la cuneta a decenas de compañeros tras la guerra.

– Padre ese malnacido merece ser ajusticiado -añadió Cipriano lleno de rabia-.

– Cipri, en esta maldita guerra medio país merece desaparecer, pero la sangría debe parar.

Caraquemada, con aspecto duro y circunspecto añadió:

– Cipri escuchemos a tu padre. Tío Manolo yo estoy muerto hace años. Sé que esta guerra esta perdida y que si ajusticiamos al cerdo de Saturnino, la represión se cebará también en vuestra familia.

– No es eso lo que me preocupa -zanjó tajante Manolo.

Los dos hombres estaban de vuelta de muchos horrores y tenían asumido un final trágico en cualquier momento.

– Le escucho tío Manolo -sentenció Caraquemada.

– El sargento Emeterio me ha dado su palabra de abrir una brecha en el cerco, engañando a sus propios hombres, para que os vayáis esta noche de Riofrío. No quiere más otra matanza. Con dos condiciones: dejar con vida al párroco. -Mirando a su hijo Cipriano, el abuelo Manolo añadió- La segunda condición es que os adentréis en la cordillera y paséis la frontera hacia Francia para que el maquis desaparezca de la zona. Aquí la guerra está perdida. Al otro lado del Pirineo podréis uniros a la Resistencia contra los nazis y seguir vuestra lucha contra el fascismo.

– También es su lucha, por lo que me cuenta Cipriano de sus ideas -agregó Caraquemada.

– Mi lucha es por la vida. La lucha aquí ya no tiene sentido, más que agrandar la sangría. Ahora no se puede vencer. Aquí no.

– ¿Y te fías del sargento, padre? -preguntó Cipriano.

– Emeterio es un buen hombre en unos tiempos malos. A él le pilló en su bando, pero sí, me fío de él. Hace meses impidió que violasen a tu hermana los falangistas y no han vuelto a molestar a la familia, pese a estar tú en el monte. ¿Por qué crees que es así? Emeterio desea paz antes que llegar a teniente. Pensadlo.

El tío Manolo se acercó a su hijo. Le abrazó con fuerza. Cipriano rompió a llorar en su hombro.

– Decidas lo que decidas no te volveré a ver. Busca siempre los hombres buenos en estos malditos tiempos, hijo.

Sin más, el abuelo salió de la iglesia con su paso cansino e infatigable.

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Alejandro Prieto

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4 Replies to “El molinero”

  1. Una ambientación magnífica que te transporta a esos momentos tan aciagos de la historia de nuestro país. Sobresalen también los diálogos con los usos del español de la época. Me ha gustado mucho.

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