Jesús Sánchez, en la Casa de Campo

La bendita Casa de Campo, la magia de las verbenas y ese olor tan especial que tiene el verano

Postales de mi memoria

Querido Perro Paco,

Sinceramente, yo no sé hasta qué punto contar mis batallitas puede tener algún tipo de interés para los lectores de tu revista, pero bueno, me pides que te cuente cómo eran los veranos de mi niñez y eso voy a hacer. Tampoco hace falta puntualizar mucho en qué fechas se produjo mi infancia, pero sí que podríamos decir que entre los cincuenta y primeros sesenta y que echen la cuenta si quieren.

Los veranos entonces en Madrid, que es donde yo he nacido y me he criado, eran muy diferentes a los de ahora. Es verdad que hacía calor, que no había colegio, pero nadie tenía aire acondicionado en casa, había ventiladores como mucho y los viejos trucos de bajar las persianas a la hora del sol y a la caída de la tarde volver a subirlas. Además, en esas épocas, en esos años en los que transcurrió mi niñez, lo de las vacaciones, que entonces se llamaba veraneo, era para unos pocos, muy muy pocos. Desde luego, en mi ambiente de amigas, amigos, familia, nadie se iba de vacaciones. Eso era algo, pues no sé, para gente de dinero sería, que se iban al norte. Desde luego no era mi caso, ni el de mi familia, ni el de mi entorno.

Fuente en la Casa de Campo / Irene Paz
Refrescándose en una fuente de la Casa de Campo / Archivo fotográfico familiar de Irene Paz

Entonces, claro, el que más y el que menos se las arreglaba para pasar el verano de la mejor forma. Había familias que procedían de pueblos y entonces los niños y niñas se iban con los abuelos a pasar el verano en el pueblo y los padres si podían iban los domingos o ni eso. Ese tampoco era mi caso, pues no teníamos pueblo, como se suele decir. Tampoco era costumbre ir a la piscina. Había muy pocas, desde luego toda la proliferación de piscinas municipales que hay ahora, en todos los barrios, eso tampoco tenía nada que ver con mi niñez. Por lo tanto, a nosotros, que encima vivíamos por la Puerta del Ángel, lo que nos quedaba era la bendita Casa de Campo.

Así que todos los días, mi madre nos preparaba, ella madrugaba mucho, para dejar la comida hecha y nos íbamos tempranito, a las diez o antes. Nos íbamos andando hasta el lago a pasar allí la mañana. Mi madre me acuerdo que nos llevaba hasta un vestidito más feíto para ponérnoslo al llegar y que no importara que nos mancháramos. Y luego nos volvía a poner el otro para ir de vuelta a casa. Mi hermana y yo nos llevábamos hasta el cubo y la pala. En nuestro caso no conocíamos el mar y tardamos varios años aún en conocerlo, pero sí que teníamos cubo y pala y entonces por la zona del lago, que había alguna fuente, cogíamos tierra, que no era arena, sino tierra, y jugábamos, intentábamos hacer los flanes estos que se hacían de pequeña, con el pan duro ponte duro, y así pasábamos el verano.

Luego llegábamos a casa, comíamos, nos echábamos la siesta, que eso era obligado, y por la tarde, cuando ya había pasado el calor fuerte, nos dábamos otra vuelta por la Casa de Campo, pero ahora ya mucho más cerca, solamente por la entrada, a la altura de la Avenida de Portugal. Algunas veces sí íbamos con mi padre al lago por la tarde, que había a su alrededor lo que hoy se llamarían chiringuitos, que entonces se llamaban merenderos, y que ahora son restaurantes, algunos de cierto nivel. Pero entonces eran merenderos: era un kiosko, me acuerdo que uno se llamaba El Plátano Gordo y admitían que tú te llevaras la cena, siempre y cuando las bebidas las compraras allí. Y a veces hacíamos eso: mi madre preparaba una tartera, con tortilla de patata, pimientos fritos, para cenar ahí con mi padre, y tan ricamente, así transcurría el verano.

En el lago de la Casa de Campo / Madrid, finales de los años 50
En el lago de la Casa de Campo, finales de los años 50 / Archivo fotográfico familiar de Irene Paz

Y ahora te voy a contar, Paco, algunas de esas cosas especiales que guardo en mi memoria y que nos sacaban un poco de esos días que eran casi todos iguales.

Una de las cosas que más me gustaban del verano era ir al cine. La verdad es que durante otras épocas del año también íbamos al cine con mis padres. Si era domingo, íbamos a los cines de la Gran Vía, que, como se decía, eran los cines de estreno. Mi padre entendía bastante de cine y siempre tuvo interés en llevarnos a ver películas que él consideraba interesantes, como “El globo rojo” (Le ballon rouge, Albert Lamorisse, 1956), “Mi tío” (Mon oncle, Jacques Tati, 1958), o algunas así. Pero ahora me refiero a la sensación de ir al cine en verano, que tenía una magia especial. Con la película, con el aire acondicionado, que ahí sí había, que lo sumabas a ese olor de ozonopino, que yo llamaba olor a cine… Y si encima te compraban un bombón helado, que lo vendían antes de empezar la película, entonces eso ya era una maravilla. Para mí, a estas alturas de la vida, ir al cine sigue conservando esa magia de entonces.

Algo que recuerdo que me producía mucha curiosidad era la kermés. Había una muy cerca de donde nosotros vivíamos, cerca de la entrada de la Casa de Campo, en la Puerta del Ángel, en una zona que luego fue un instituto, el Ramiro de Maeztu. Desde fuera, recuerdo escuchar la música, que yo creo que era con orquesta, y también que había muchos farolillos de colores. Claro, era una fiesta para mayores y nosotros no entrábamos. Pero pasar por allí, oír la música, a la caída de la tarde, ya casi de noche, cuando volvíamos de cenar por la zona del lago, y ver el baile, y los farolillos de colores, a mí me parecía que tenía que ser algo muy especial. Pero nunca lo comprobé, jamás entré.

“Nunca he logrado aprender a beber en bota” / Archivo familiar de Irene Paz

A mitad del mes de julio, el día 18, independientemente del motivo horrible que se conmemoraba, era un día festivo, no se trabajaba. Lo típico era irte a pasar un día de campo, simplemente porque era festivo. Yo sí recuerdo haber ido, pero no al campo, sino de nuevo, cómo no, a la Casa de Campo, porque no teniendo coche, que en aquella época casi nadie tenía coche, era más complicado desplazarse. A la Casa de Campo podíamos ir andando, porque como te explicaba antes, vivíamos cerca. Te llevabas las cosas para comer y beber y pasar el día. Me acuerdo de mi padre jugando al fútbol con mi tío, que debían tener entonces alrededor de 40 años. Los hombres se llevaban la bota y bebían el vino así a chorro, cosa que yo nunca he logrado aprender, aunque lo he intentado. Ni con el porrón tampoco. Tengo el recuerdo especial de un año en el que fuimos con unos tíos y primos míos. Mi tío tenía una moto; era además una moto con sidecar, y nos dio una vuelta a mi hermana y a mí, metiditas en el sidecar, que era doble, y aquello fue un hito para nosotras.

Para que no parezca todo tan idílico, he de decir que, a pesar de ser muy pequeñas, con cinco o seis años, mi padre no perdonaba ni un día de verano sin que hiciéramos deberes. Entonces, en el colegio no vendían todavía esos cuadernos de vacaciones tan monos. Más tarde, sí. Un par de años o tres más tarde, sí que me acuerdo de que los teníamos que comprar, hacerlos durante el verano y luego entregarlos terminados cuando volvías en octubre, porque el curso empezaba el 3 de octubre. En mi colegio, que eran monjas franciscanas, al día siguiente de empezar era San Francisco y no había clase, y mi padre siempre decía que para eso tendríamos que empezar directamente el 5, que era una tontería ir el 3 para volver a faltar el 4. Y tenía razón. Pero la cuestión es que mi padre no perdonaba lo de los deberes en verano, para que no olvidáramos las cosas que hubiéramos aprendido durante el curso. Cuando teníamos ya alrededor de siete años, que era cuando se estudiaban las reglas de ortografía, recuerdo que mi padre utilizaba un libro que ya era antiguo entonces, no sé de cuándo lo tendría, de la época en la que él estudiaba o qué. Era un libro de gramática de un tal Miranda Podadera, que se ve que era muy famoso en la época. A mi padre ese libro le encantaba, y entonces nos hacía dictados, para hacer ejercicios con la H, o con la B y la V, todas esas cosas. Y nos ponía sumas, restas, según la edad que tuviéramos, lo que estuviéramos aprendiendo en ese momento. Pero vamos, que los deberes no los perdonaba ni un día, los teníamos que hacer a diario, menos el sábado y el domingo.  

O sea, que no era todo miel sobre hojuelas, había obligaciones. Otra de las cosas que recuerdo que no nos gustaba nada del verano era que, como antes te he dicho, nos obligaban a echarnos la siesta. En tantos momentos de mi vida hubiera yo dado algo porque me obligaran, pero no, nunca más pasó. Pero entonces sí, había que echarse la siesta, era obligado, después de comer, quisieras o no. Procurábamos leer un tebeo, o lo que fuera, porque dormir, no dormíamos. Y después de un tiempo ya decíamos: ¿Me puedo levantar ya? Y hasta que nos decían que sí y nos podíamos levantar a jugar.

Guardo otro recuerdo, y ya voy acabando, de algo que también me parecía muy emocionante del verano, que me despertaba muchísima curiosidad. Recuerdo estar acostada por la noche, en mi cama, estaba la ventana abierta, yo a lo mejor tenía ocho años, o nueve, era bastante niña. No sé si serían las fiestas de la Virgen del Carmen o de Santa Cristina, que también eran en julio. Un poco más abajo de mi casa había fiesta, había verbena. Ponían las barcas, el güitoma, eran cosas a las que mis padres no nos dejaban subir. Cuando íbamos con ellos, como mucho al tiovivo, a los caballitos que suben y bajan. Éramos pequeñas para lo otro. Recuerdo ese ambiente, con la tómbola, el algodón dulce… Pero luego yo, por la noche, estando en la cama, oía la música, y yo no sé qué me imaginaba, que me hubiera encantado salir volando por la ventana, con ese olor especial que tiene el verano, e ir a ver cómo era aquello. Claro, los deseos que no se cumplen son los que se te quedan ahí pensando que son los más emocionantes. O tal vez si hubiera tenido otros años y hubiera ido, pues no me habría parecido tan especial. Pero como nunca fui, porque era pequeña, quedó el recuerdo y esa emoción.

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Irene Paz

Fútbol entre los árboles de la Casa de Campo / Archivo fotográfico familiar de Irene Paz

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2 Replies to “La bendita Casa de Campo, la magia de las verbenas y ese olor tan especial que tiene el verano”

  1. Muy emotivo el escrito y de mucho interés, claro que sí. A fin de cuentas reflejas en primera persona, cómo vivían el verano muchas familias trabajadoras de la época. En particular, me he sentido reflejado, pues al vivir en Aluche también íbamos a la Casa Campo con la familia y otras familias amigas. Aunque yo era de los que “teníamos pueblo” y parte del verano me iba con mi abuela, mi tía y mis hermanos mayores, mientras mi madre y mi padre seguían en Madrid conquistando el pan para la familia. Gracias Irene por compartir tus recuerdos.

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