Se filmó en Madrid
Corre el año 1987 y el cineasta guipuzcoano Eloy de la Iglesia estrena “La estanquera de Vallecas”, la que será su última película hasta un 2001 muy lejano por aquel entonces. Un punto y aparte en toda regla después de casi dos décadas de prolífico trabajo en las que firmó algunas de las películas más características de la época y, particularmente, del llamado ‘cine quinqui’, como “El pico”, “Navajeros”, “Colegas”, o la propia obra de la que hoy hablamos en El Perro Paco, convertida en todo un clásico del cine español de los años 80: «La estanquera de Vallecas».
Con la etiqueta de ‘cine quinqui’ reconocemos a un buen puñado de películas y el trabajo de algunos cineastas, entre los que sobresalen claramente De la Iglesia y José Antonio de la Loma, autor este último de “Perros callejeros” y “Yo, el Vaquilla”. En sus películas se retrata una cara B de la España urbana que daba la bienvenida a la modernidad de Europa, la democracia y el Estado del bienestar, que estropeaba el guion establecido con sus héroes de extrarradio y su canción de droga, delincuencia, paro y desencanto en los barrios periféricos y obreros de las ciudades.
“La estanquera de Vallecas” está basada en la obra teatral homónima escrita por el dramaturgo José Luis Alonso de Santos en 1981, y que fue llevada ese mismo año al escenario por el grupo Espolón del Gallo en la Sala Gayo Vallecano del, obviamente, madrileño barrio de Vallecas. Es en el año 87 -hace ya 35 años- cuando Eloy de la Iglesia la lleva al cine, consiguiendo una nominación a mejor montaje en los Premios Goya de 1988, unos galardones, por cierto, que andaban en pañales por aquel entonces, celebrando sólo su segunda edición, en la que triunfaron “El bosque animado”, el director José Luis Garci y los actores Verónica Forqué y Alfredo Landa, entre otros. «La estanquera de Vallecas» se quedó sin premio.
Dos atracadores irrumpen en el estanco de la señora Justa
Comienza la película mientras escuchamos “Vallecas”, la canción compuesta para la película por el músico y compositor vasco-madrileño Patxi Andion, e inmediatamente estamos dentro.
Leandro (José Luis Gómez), camisa por dentro, algún botón desabrochado y pelo en pecho, viaja de pie en un vagón rojo y blanco del metro de Madrid. Se baja en la estación de Puente de Vallecas y en el andén se encuentra con Tocho (José Luis Manzano), mucho más joven -un chaval-, con sencillos tatuajes de ‘Amor de madre’ y la lengua de los Rolling Stones. Salen a la superficie y en la boca del metro les dan la bienvenida al barrio los carteles de la campaña electoral que todo lo llena. «Nos van a oír», avisa el lema del cartel de lzquierda Unida (IU), formación política que también estaba recién bautizada y que acababa de concurrir por primera vez a unas elecciones en junio del año 1986. Es con toda probabilidad a esta campaña electoral a la que corresponde la cartelería tan presente en «La estanquera de Vallecas».
Juntos, Leandro y Tocho se dirigen a su objetivo: dar un palo en el estanco de la señora Justa, ‘la estanquera de Vallecas’, interpretada por Emma Penella. Una cortina de macarrones teñidos de rojigualda los espera en la entrada del comercio, entre publicidad predominante de Fortuna, Ducados y Lucky Strike. Entra Tocho para ejecutar el atraco, pero doña Justa, lejos de arredrarse, les planta cara para defender su pan y comienza a gritar como una posesa, obligando a los torpes atracadores a atrincherarse en el local. Sólo falta por que entre en escena Ángeles, interpretada por una jovencísima, adolescente, Maribel Verdú, de apenas 16 años en aquel momento. Ángeles es la sobrina de Justa y aparece enfundada en una bata de andar por casa y con un aparato en los dientes de los de antes, que hace difícil entender lo que dice.
Así queda dibujado el planteamiento de “La estanquera de Vallecas”, mientras al otro lado de la puerta el gentío comienza a arremolinarse entre la curiosidad y la preocupación por la suerte de la estanquera, más aún teniendo en cuenta que hace escasas fechas el sastre fue enviado desde la misma plaza al otro barrio por 4.000 inmundas pesetas.
Frente a la puerta, sin apenas inmutarse pese a ser testigo de todo, un tipo sin camiseta, en vaqueros, con visibles tatuajes de los de la época, hace botar frente a la entrada un alargado globo con pitufos estampados que intenta vender. Así seguirá todo el tiempo que pueda, firme en su informal puesto de trabajo, incluso cuando las hordas de policías que toman la plaza, cargados con metralletas y escudos antidisturbios, que parecen no tener fin, proceden a desalojarla a porrazo limpio. «Cuando vienen a Vallecas, vienen acojonados. Lo que más les asusta es la gente del barrio», dirá Leandro refiriéndose a la madera, coloquial apelativo que se ganó la policía en aquellos años 80 por razón de sus uniformes marrones posfranquistas de transición entre el gris y el azul y que precisamente pueden verse en «La estanquera de Vallecas».
El Madrid que «La estanquera de Vallecas nos cuenta»
Decíamos hace sólo unas líneas que la película estaba basada en una obra teatral escrita en el año 1981 por el dramaturgo José Luis Alonso de Santos. Pero es que, a su vez, su obra se basó en un atraco real que sucedió en el barrio de Vallecas el 21 de abril de 1980: el atraco al estanco de La Presilla, en la calle de Antonio Calas, en el transcurso del cual murió por disparo de arma de fuego la estanquera Pilar de Andrés Gómez-Choco. Cuatro individuos fueron detenidos y encausados, portando en el momento de la detención jeringuillas y sobres con cocaína, según informan las crónicas de El País de entonces. El botín de los atracadores fue de 1.300.000 pesetas y lotería valorada en 324.000 pesetas.
“La estanquera de Vallecas” nos lleva de viaje en un vagón del metro de Madrid de los años 80 hasta la estación de Puente de Vallecas, pero sorprendentemente nos saca del barrio para instalarnos en el que será el escenario de exteriores más característico de la película, habida cuenta de que el interior del estanco se recreó en estudio. La plaza, espacio real y simbólico, por donde desfilan todos los personajes individuales y colectivos de la película y de la sociedad (policías, comisarios, políticos, periodistas, vecinos/as, incluidas las llamadas fuerzas vivas del barrio lideradas por un envalentonado farmacéutico). La plaza en la que se rodó «La estanquera de Vallecas» no está en el popular distrito del sudeste madrileño, sino en el centro de Madrid y, más concretamente, en el barrio de Malasaña: se trata de la Plaza de San Ildefonso, que preside y a la que da nombre la parroquia del mismo nombre, que hoy en día se encuentra tomada por las sillas y mesas de las terrazas y que, para algunas generaciones de gatos, será siempre la Plaza del Grial, en recuerdo de aquel bar de (al menos) los años 90. Ya a sabiendas, se reconoce con facilidad en la película la fisonomía de la plaza, en la que confluyen las Correderas Baja y Alta de San Pablo, así como las calles Barco, San Joaquín, Don Felipe y Santa Bárbara. Particularmente memorable será el edificio de viviendas desde cuyo balcón vuela un huevo con buena trayectoria en dirección a la cara de uno de los policías que más mandan. En ese mismo balcón, en otros momentos de la película, se encuentra el ‘Pirri’ en camiseta de tirantes, burlándose e increpando a quien tiene a bien.
“La estanquera de Vallecas”, más allá de sus localizaciones concretas, se encuadra en ese puñado de películas de nuestro cine quinqui, pero es sobre todo una tragicomedia costumbrista y divertida, y un magnífico testimonio del tiempo -y del Madrid- que retrata. Muros y paredes continúan decorados con los carteles electorales del 86, poblados por las promesas de los partidos políticos, mientras en el barrio la gente no tiene un duro, no encuentra trabajo, teme por que la heroína también alcance a sus hijos, si no lo ha hecho ya, y acaben metidos en líos, en el pozo y en el trullo. Así leídos, en un barrio de clase trabajadora y tradición izquierdista como es Vallecas, estos carteles están cargados de sarcasmo. Una mirada que pareciera nacer de cierta decepción y pesimismo, tras ya varios años de gobierno socialista que sin embargo no parece, a juzgar por las opiniones y sentimientos que expresan los personajes de la película, haber respondido a las expectativas creadas en términos de igualdad, distribución de la riqueza y justicia social.
Paro, heroína, hartazgo y orgullo de barrio
Los dos atracadores son hijos de su tiempo. Leandro, por una parte, albañil desempleado, ya con una edad, y sobre todo “dos años ya sin el paro y con el curro que hay”. Él lo admite, ante la chapuza de la operación: “No somos profesionales”, “robamos porque hay que papear”, “que la guita está muy mal repartida”. Tocho, por su parte, a quien su amigo y cómplice le dobla la edad, no quiere saber nada de las historias de su compañero: «Nos hostiaban por levantar la voz», dice Leandro en un momento dado. «Vale, colega, no me cuentes más batallitas», «de qué coño te ha servido», le cuestiona Tocho. Y es que él está en otra, buscándose la vida, sin curro, sin estudios, sin un hogar seguro y confortable, sin ingresos, sin aspiraciones, sin los ideales políticos de muchos de quienes les precedieron, y con una vida que lleva dándole la espalda desde el minuto uno. A cambio, el caballo galopa a sus anchas por las venas y calles de esa Madrid, aunque en esta película no aparecerá de manera tan explícita.
Porque ya sabemos todos lo que hizo la heroína en los barrios de tantas ciudades españolas en los años 80, y hasta el propio elenco de “La estanquera de Vallecas” da testimonio directo de ello, con la suerte que corrieron el propio José Luis Manzano o José Luis Fernandez Eguia ‘Pirri’, que aparece en un pequeño papel desde el balcón en esta película. Parece que ambos murieron por sobredosis en aquellos últimos 80 y primeros 90. De hecho, el director, Eloy de la Iglesia, que también es sabido que se vio atrapado por el mismo temita, buscaba entre aquellos jóvenes marginales de verdad a los protagonistas que darían vida a sus personajes. Pero no abundaremos ahora más en todo esto. Sobre todo ello, sobre la relación entre Eloy de la Iglesia y José Luis Manzano, ha investigado y escrito el libro «Lejos de aquí» el cineasta e historiador Eduardo Fuenbuena, de cuya publicación el año pasado daba buena cuenta la periodista Lorena G. Maldonado para El Español.
La película de la que hoy hablamos en El Perro Paco da casi para una tesis doctoral sobre aquel tiempo. También nos habla de esa identidad de barrio tan madrileña, tan propia de determinados barrios, especialmente del sur de la capital, forjada en la pertenencia a la clase trabajadora, en el encaje de los golpes de la vida y la precariedad, en una tradición de contestación social, en cierto y saludable descreimiento de la autoridad y en el orgullo y la chulería por todo esto. Probablemente, con el debido permiso de algunos otros barrios de la capital, Vallecas es el mayor exponente de todo esto. En la película se suceden, en esa simbólica plaza que no está en el barrio, de balcón a balcón, un par de amagos de motines que gritan el hartazgo y la desesperación. Ahí es donde aparece la cara más naturalista de la película, retratando un ambiente social de pobreza, abandono, frustración y rabia.
Otro Madrid que se retrata en la película tiene que ver con su lenguaje, con una forma de hablar propia del momento y del lugar, llena de expresiones populares que van desde el casticismo de «la gachí» o «el año catapum», las coloquiales «vale, colega» o «pasarlas putas», más callejeras «movida chunga» o «suave, rey, suave», o ya más marginales como «fusco» o «colorao». No faltan las mentadas de madre, tan clásicas y socorridas, imprescindibles siempre. Y un interminable etcétera. Para quienes nos gustan las palabras y sus usos castizos y callejeros, «La estanquera de Vallecas» es un disfrute total.
Ya en los detalles, una para los amantes del fútbol, sobre todo de aquel, pues no pasará desapercibido en el estanco uno de aquellos carteles que anunciaban el próximo partido del equipo local. ¿Existirán todavía estos carteles? En el estanco de Justa se anuncia la visita al estadio de Vallecas de un mítico del momento, el Logroñés. Only para frikis futbolísticos, ambos equipos se encontraban esa temporada 1986/1987 en Segunda División, contando el Rayo con ilustres veteranos como Rubén Cano, Laurie Cunningham y García Navajas, y el Logroñés con Huguet, el ‘Tato’ Abadía o el televisivo Raúl Ruiz. Los riojanos acabaron subiendo a Primera esa temporada.
Y así transcurre la película, con un adentro en el que los antagonismos del principio se van diluyendo a base de puros, copitas de anís, tute, y mutuo reconocimiento; y un afuera, en el que el ambiente se va calentando, en el que se nos enseña a un pueblo -un barrio- harto de todo y de todos, sobre todo de su suerte, que mira con recelo a todas las caras del poder paseándose por el barrio que normalmente ignoran: las decenas de antidisturbios como si fueran legiones de romanos; el teniente (¿o era cabo?) de policía de orden fácil y barrio de Salamanca; o el delegado de gobierno (¿o era gobernador civil?) de inequívoco acento andaluz marca de la casa del poder socialista de la época, acudiendo a darse un paseo y hacerse la foto con fines electoralistas en un vecindario que ya los tiene a todos calaos. Porque la desafección ya estaba, no se inventó en la pasada década.
«La estanquera de Vallecas» es una película que se mueve en esa clave de tragicomedia, que es posiblemente la que mejor nos define, entre su carácter teatral, tan marcado, castizo, de diálogo vivo, de una trama encerrada en casi una única estancia, y ese aire más suburbial del cine quinqui. Se mueve entre la señora Justa y Tocho, dos personajes que, junto a Leandro, Ángeles, la plaza entera, Patxi Andión y el cineasta vasco-madrileño ya pertenecen para siempre al Madrid eterno del Perro Paco.
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Santiago Gómez-Zorrilla
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Pues sí, «La estanquera de Vallecas», junto a otras películas de la época, refleja muy bien como se vivía en los barrios obreros en la «transición» democrática y la frustración de muchas personas que vieron como los problemas sociales, como el paro y las drogas, se enquistaban en determinadas zonas, ante la indiferencia de las autoridades. Pero lo hace de una forma simpática, que no trivial, y eso se agradece.
Buen artículo, Santiago.
Muchas gracias por leer y comentar, Javier.
Me alegro de que te haya gustado.
Santiago
Bueno hubo autoridades que no sólo eran indiferentes, si no que participaron o dejaron que se distribuyera ese «jaco», como la pórvora por todo el territorio nacional. Dejando así que esa parte de la sociedad que pedía muchas explicaciones por el pasado, fueran adoctrinadas y dejadas como desechos humanos para su propio beneficio.