Historias mínimas
Una mañana cualquiera regreso a casa después de bajar un momento a por el pan. Abajo, en la calle, casi en la puerta de mi casa, continúan las obras, que llevan instaladas en nuestro ecosistema desde hace, al menos, semanas. Por suerte, soy algo despistado para estas cosas y no llevo la cuenta de los días, lo que me permite no hacerme demasiada mala sangre. De vez en cuando, en una conversación casual con algún vecino de la zona, salta el exabrupto: “¡Llevamos tres meses! ¡Y lo que nos queda!”. Pero yo no sé si esto es una exageración. Es de veras que no llevo la cuenta y soy incapaz de recordar cuándo empezó todo.
El caso es que en la puerta del edificio coincido con un vecino, de nombre novelesco, que me anuncia que uno de los dos árboles de apreciable altura que se levantan junto a la fachada oeste de la casa no sobrevivirá. Me fijo y, ciertamente, mientras los que se han salvado de la tala prevista aparecen rodeados por precintos y entablillados con maderos, el árbol al que me refiero yo permanece a la gélida intemperie, señalada su sentencia en su desnudez de elementos protectores o señalíticos.
El árbol condenado pertenece a la especie Ulmus Pumila, más conocida como olmo de Siberia, y presenta en estos días de final del invierno un aspecto seco y tristón, aunque a medida que avancen los días y nos vayamos aproximando a la primavera, verá cómo se multiplican sus incipientes brotes a un paso de emerger en verde. Primero llegarán sus flores y, más adelante, sus hojas. El tronco del olmo del que les hablo se eleva más de quince metros sobre el suelo y consigue llegar a asomar por encima del quinto piso que marca la altura máxima de este edificio de viviendas de Carabanchel.
El pobre ha sido sometido de manera rutinaria a fieras podas que hacen que carezca de ramas robustas, circunstancia que contribuye a su aspecto famélico en estos días. Sin embargo, cada primavera se obra el milagro, sus brazos se alargan y se llenan de cientos de hojas, construyendo una copa lo bastante digna para ofrecer, en los meses de verano, el alivio de su sombra.
Alarmado, preocupado por la inminente pérdida de parte de nuestro exiguo patrimonio vecinal verde, me acerco a confirmar la información recibida con la cuadrilla de trabajadores que, a unos metros de distancia, continúan currando en la obra. Me responden que, en efecto, así es: ese árbol va fuera. Ante el esbozo de mi protesta, me driblan con soltura y me derivan al jefe de obra, la persona con quien debería hablar si tengo algo que objetar. La persona que puede decidir. ¿Y quién es el jefe de obra? Pues por allí viene. La casualidad me sonríe.
El páramo de junio
Me voy hacia él y me lanzo a la carga con todo. Precipitado, impetuoso. Con educación, con respeto, pero con vehemencia, con intensidad. Demasiada, quizás. El típico vecino pesado, vamos. Vomito lo absurda que sería la tala y desaparición del árbol. Que aunque ahora se le vea así, feúcho y pobretón en su latencia invernal, en unas semanas se llenará de hojas. Le hablo de los veranos cada vez más duros y cómo su copa se convierte en una barrera, en un filtro, que alivia la vista y el calor en el páramo de julio (¿de junio?).
Pregunto por qué y el jefe de obra me indica que es lo que viene en el plano que él debe ejecutar. Que no puede cambiarlo. Que la legislación obliga a habilitar un paso de determinadas dimensiones por cuestiones de accesibilidad y que el árbol en cuestión impide que esto sea posible en ese punto concreto. Pero el árbol ya estaba allí antes del plano, no es un espacio vacío, objeto. Le indico, además, que a sólo unos metros hay un camino alternativo que discurre en paralelo y que cumpliría con todos los requisitos de los que habla.
Llega el momento de venirnos arriba y toparnos, chocar contundentemente nuestras cornamentas, como buenos ciervos. Me aventuro a insinuar que quizás no exista permiso para derribar el árbol. Afirma que el permiso por supuesto que existe y sube la apuesta acusándome de no tener ninguna consideración por las personas mayores y dependientes. Yo me ofendo y me defiendo atacando lo delirante de la casuística que se quiere prever con la tala (un hipotético cruce de caminos de dos sillas de ruedas avanzando en sentidos contrarios en una zona de escaso tránsito). Afirmo que todos los vecinos del edificio estamos en la misma y le planteo que no descarto, si siguen adelante, ponerme delante de la excavadora. Total, a estas alturas ya ha quedado claro que soy un majara y esta es mi asamblea. Digo, por fin y a la desesperada, por si cuela, que debe saber que soy amigo del mismísimo Perro Paco.
Lo del pico picapinos
De pronto, por lo que sea, se abre un claro en el bosque, aparece un resquicio de luz. ¿Es cierto que están todos los vecinos de acuerdo? Me asegura el jefe de obra que él prefiere no tener que tirar el árbol, que en realidad para él es una complicación y un gasto de dinero extra. Pero que no depende de él. Ahora estamos desacelerando y replegando velas, insinuamos disculpas por nuestros excesos dialécticos de un momento atrás. Es justo ahí cuando saco lo del picapinos. Lo de que aquí, junto a este edificio de viviendas cercano a Santa María de la Cabeza y todo su tráfico insufrible del día a día, viene a menudo a martillear el tronco de este árbol un pájaro carpintero: un pico picapinos, precioso, con su plumaje blanco y negro, y sus manchas rojas. Este pequeño detalle llama lo suficiente la atención del jefe de obra como para preguntarme si soy ornitólogo y le respondo que únicamente amante de la naturaleza. Él me dice que él es montañero y que a él lo que en realidad le gusta es estar en el monte y no por aquí.
Me dice, finalmente, que él no puede hacer nada porque debe ejecutar el plano, pero que la semana que viene visitará la obra el ingeniero del Ayuntamiento, y que él sí podría, si así lo estima, cambiar el plan inicial. Le pido por favor que le traslade lo que le estoy comentando y le insisto en que se apunte mi nombre y mi teléfono por si desean él o el ingeniero hablar conmigo. Me dice que el ingeniero es buena gente, que es una persona que escucha y con quien se puede hablar. En eso quedamos, nos damos la mano y nos despedimos cordialmente.
Volveré a encontrarme con el jefe de obra en días siguientes. Le preguntaré por cómo van las cosas, por la visita del ingeniero para supervisar la marcha del trabajo. Le reitero mi disposición a hablar con él cuando sea oportuno. Marcaje al hombre, vaya. Mientras, intento hablar y buscar la complicidad del mayor número posible de vecinos de esta pequeña comunidad carabanchelera.
Pasan los días y nuestro árbol sigue sin entablillarse ni acordonarse. Pero de pronto, un día, aparece una novedad en la jardinera sobre la que se levantan los dos olmos (y un tercero talado sin contemplaciones el pasado verano tras la caída de una rama): se ha marcado el perímetro de lo que podrían ser dos breves accesos, que podrían comunicar los dos caminos paralelos de los que hablábamos. Se me dibuja una imprevista sonrisa. ¿Será que estamos ganando la batalla?
Cambiar el plan
En los próximos días la buena nueva parece confirmarse. Los dos accesos se cubren de adoquines, y la jardinera queda dividida en tres, pero salvando a los dos árboles y también a dos esmirriados aligustres que aún se recuperan de los rigores de aquella Filomena mortal para tantos de su especie. De esta forma, parece que se salva el escollo normativo y a la vez no se corta el árbol por lo sano. Y, de regalo, los dos accesos, que suponen una aportación útil a la comunidad de vecinos. Con todas las cautelas, ahora sí, podemos decir que hemos ganado este asalto. Nuestro amigo el olmo puede seguir respirando tranquilo nuestro aire contaminado. Y quizás lo mejor es que además no ha perdido nadie.
¿Pero que fue lo que pasó aquí? Al vecino plasta nadie le llamó, pero es obvio que el jefe de obra decidió, por lo que sea, trasladar su queja al ingeniero municipal. Que se tomó la molestia de recordar la charla y tomarla en consideración cuando a la semana siguiente recibió su visita. Y que el ingeniero, efectivamente, escuchó. Que lo escuchó de verdad y se tomó la molestia de pensar en una alternativa, de valorar el reclamo e imaginar, desde su capacidad, una solución que tuviera en cuenta todas las necesidades en liza. Y que finalmente, ambos, jefe de obra e ingeniero, decidieron hacerlo, decidieron modificar el plan, cuando de todos es sabido lo que nos suele costar a los humanos cambiar nuestra hoja de ruta, en el terreno que sea, en el contexto que sea, cuando ya está establecida.
Son días, semanas, meses, en los que se libra una importante batalla en Madrid por nuestro patrimonio arbóreo. En particular, han trascendido las protestas vecinales para pedir la conservación de cientos de árboles afectados por las obras de la línea 11 de metro, por la creación de dos nuevas estaciones en el Parque de Comillas, en Carabanchel, y en Madrid Río. Las obras han sido paralizadas aparentemente, pero todo apunta a que se trata simplemente de una estrategia de cara a las elecciones del próximo mes de mayo.
Esta que les he contado es la mera historia mínima de un árbol, de un olmo de Siberia no especialmente lustroso pero que una primavera más en estos días se cubre de flores y que, en unas semanas, cuando el calor apriete, volverá a dar algo de sombra, verde y frescor. Que seguirá frecuentado durante al menos un tiempo por los carboneros comunes y garrapinos, los gorriones, herrerillos, las palomas bravías y torcaces, los mirlos, las cotorras, currucas, mosquiteros y urracas que miro cuando pierdo el hilo desde mi ventana. Y que, ojalá, siga siendo del gusto del pico picapinos.
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Santi Gómez-Zorrilla
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Pues muy bien, oye, que a fin de cuentas ese olmo es más de sus vecinos que del ingeniero, el jefe de obra o el mismísimo alcalde. Que sobra cemento y ni un solo árbol está de más.
Olé, Santi.
Muchas gracias, Sancho, por leer y comentar. La verdad es que yo les estoy muy agradecido a ambos por escuchar y animarse a cambiar la idea original.
Un saludo!
Santi
Me ha encantado Santi, bravisímo
Muchísimas gracias, Rafa, por leer y por tus palabras. Me alegro mucho de que te haya gustado.
Santi