Crónica tangencial y emocional del concierto de Joaquín Sabina en Madrid

En los meses pasados, en la espera a la llegada de mayo y el concierto de Sabina, resolvía el interrogante sobre si merecía realmente la pena ir o no al concierto con una respuesta infalible: se va a darle las gracias, a Sabina se va al concierto a darle las gracias por tanto.

Pero comenzó el recital en ese Palacio de los Deportes de Madrid a reventar, con todas las localidades ocupadas, todas de sentado, eso sí, y la primera canción que sonó fue una de mis favoritas: «Cuando era más joven». Golpeó como una señal, como un cambio de guión que me dijera: No, aquí no hemos venido a dar las gracias, aquí hemos venido a disfrutar. Ya sólo por este tema la respuesta estaba clara. Y así fue, durante las alrededor de dos horas de concierto y la veintena de temas de su discografía que ofreció al respetable, incluyendo algunas piezas bastante inesperadas y, por supuesto, buena parte de sus canciones inmortales. Irremediablemente cuando se trata de Sabina, otras muchas se quedaron fuera de la selección. Las echamos de menos, cada uno veló las suyas, incluido este perro callejero, y a seguir.

Concierto de Joaquín Sabina en Madrid

Sabina parecía encontrarse sobre el escenario como Pedro por su casa, por más que tuviera marcado el perímetro por el que se podía mover para evitar accidentes. Se sentaba, sonreía, cruzaba las piernas y hablaba o recitaba cosas como que la patria eran nuestras costillas y nuestros intestinos. Y nada más y nada menos que eso. Nos presentó a sus vecinas y agradeció a unos viejos amigos de sus tiempos en Londres, a sus hijas o a dos de los médicos que le trataron aquella aciaga noche en la que se cayó de este mismo escenario, que estuvieran acompañándole en esta importante ocasión.

Nos confesó que le aterraba volver a pisar este escenario, después de todo lo que le había pasado y que, postergando el momento, se fue antes a girar por Latinoamérica. Se estaba quitando, a medida que hablaba, a medida que fluían sus canciones, un peso enorme de encima y se iba encontrando ligero de equipaje. Habló también de la covid, de esos tiempos raros y malos que nos tocó vivir y que, de alguna forma, hemos aparcado en alguna esquina para no revivir demasiado, al menos de momento, que ya habrá tiempo para batallitas.

Se tomó un par de descansos, uno un poco más largo, durante los que aprovechaba para cambiar de atuendo y en el transcurso de los cuales sus compañeros de banda se arrancaron con algunos de sus temas (el teclista Antonio García de Diego se cantó «La canción más hermosa del mundo», otra de las debilidades sabineras de este can).

Sabina se cantó a lo largo de todo el concierto un buen puñado de temas de esos en los que se mira atrás y se hace balance de heridas y galones, aunque tenga alguna de ellas 20 o hasta 40 años de rodar y ser cantadas. Lo cierto es que tiene unas pocas de estas canciones inundadas en nostalgia que te aguijonean suave y mortalmente el alma. Y me pareció coherente y natural y sincero que estuvieran en su selección de esta noche. Porque Sabina nos habló de que se hace o se ha hecho viejo y de que esto esencialmente es una putada, que se asume porque la alternativa es peor, pero que lo es.

Y así fueron pasando los minutos, las canciones, con el reloj detenido, disfrutando de ese momento preciso, de este tiempo inasible, avanzando hacia el final, de devenir tan impredecible, de este concierto de nuestro mejor trovador, dando las gracias sí, pero sobre todo disfrutando, en comunión con el resto del público (un concierto es una experiencia colectiva), con arrugas y cabelleras blancas y despobladas, emocionadas, vibrantes cantando las canciones que compusieron la banda sonora de sus vidas, que transmitieron a sus hijos, que las aprendieron y amaron, hasta incorporarlas a su propio hilo musical, y que volvieron a empezar ese bucle hacia la eternidad que sólo está al alcance de algunos.

Llegamos al final, a las pastillas para no soñar, sin que a este perro le sonara esta velada a despedida. Y si el tiempo dijera que lo fue, por un lado o por el otro, pues fue la mejor. Y me marché con el corazón calentito, feliz y un poco triste, pensando en la cantidad de canciones de Joaquín Sabina que llevan el nombre y el alma de Madrid.

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