No sé si lo escucharon, pero una gran banda de músicos visitó Madrid esta semana. Este perro que les habla tuvo la gran suerte de no perderse la actuación, desde el Sur del Sur, desde la querida Argentina (¿se puede querer un lugar que no se ha pisado?) de Los Fabulosos Cadillacs. Y claro está, no podía sino dejar constancia en la bitácora de mis aventuras por la ciudad que más quiero.
Yo sé, yo sé que no tengo palabras
Y nunca las voy a tener
Por eso aprovecho esta noche
Ya ves, estoy solo otra vez
Tarde de final de verano. Frente al Palacio de los Deportes, en la Plaza de Salvador Dalí, los chavales juegan al fútbol, en pleno barrio de Goya, demostrando por millonésima vez por qué es el deporte rey. Se mezclan los balones de anárquicas trayectorias con las sillas y mesas de las terrazas que hacen su agosto cotidiano de la programación musical de ese templo deportivo y musical con la identidad usurpada por el dinero del banco. Salpicadas, entre las camisetas de los conciertos cuidadosamente elegidas, se incluyen no pocas albicelestes como pista para los despistados sobre la visita de esta noche.
Al otro lado del Palacio, en la calle de la Fuente del Berro unos cuantos bares son sede de la misma ceremonia de la previa del concierto, ese rato de placer máximo, de alegría, liberación y expectativa. En la cervecería Pituka son unos profesionales y tienen pinchados a los Cadillacs mientras el personal apura los primeros y segundos tercios de Mahou. Alguien, algún vecino, pregunta quién viene esta noche: «Se llaman Los Fabulosos Cadillacs, son argentinos, están bien», responde el barman. Como si fueran cualquiera.
Hablás toda la noche como un boy scout
Hablás sobre mi vida como tu papá
Los Cadillacs tocando para vos
Los Cadillacs tocando para vos
Los Cadillacs tocando para vos
(El Satánico Dr. Cadillac, 1989)
La parroquia aglutinada por ahora en los aledaños y después en la pista del medio aforo del Palacio tiene un marcado perfil generacional. No se ven muchos chavales, la verdad. Seré generoso si digo que la mayoría de los entusiastas asistentes se sitúan entre los 35 y los 50 veranos, pero es lo que hay, este perro se mueve bien con cualquier grupo demográfico, incluso con los puretillas, aunque este término me delate.
También podríamos decir a ojo de buen chucho de la calle que hay un importante protagonismo de la diáspora latinoamericana en Madrid. Y también que se respira cierto aroma de reencuentro, la alegría propia de quienes no practican este deporte a diario y la pequeña rebeldía de irse de concierto un martes de después de vacaciones (y mañana Dios dirá).
¿Por qué será que te quedas adentro, mujer?
No te quedes que acá afuera es carnaval
Carnaval toda la vida y una noche junto a vos
Si no hay galope se nos para el corazón
Quien les habla es sólo un deambulante de la ciudad que tiene, entre otras pasiones mundanas, la música. Y la suerte de la buena compañía. Fue precisamente mi amigo Fran, el responsable, hace ya bastante tiempo de grabarme una cinta de varios en la que aparecían varias canciones de los Cadillacs que me sirvieron de primer enganche con esta fabulosa banda que juntaba el ska y el reggae con sonidos tan latinoamericanos como el mambo, la cumbia, la samba, el tango o incluso el bolero.
Al frente, una auténtica estrella del rock, no sólo por su arte, sino también por su actitud: estamos hablando, obvio, de Vicentico. Pero junto a él no le van a la zaga el bajista Flavio Cianciarulo, el saxofonista Sergio Rotman o el teclista Mario Siperman. Una banda llena de músicos sobre el escenario, llena de vientos y percusiones, hijos que siguieron la estela y se hicieron también músicos, arreglos y sonidos distorsionados, acompañando la genial letanía que es el lamento hecho música de la voz del cantante de los Cadillacs. Presente en fotografía eterna, el rostro de Gerardo ‘Toto’ Rotblat, que fuera percusionista del grupo durante 11 años y falleció en 2008.
No quiero morir sin antes haber amado
Pero tampoco quiero morir de amor
Calaveras y diablitos
Invaden mi corazón
No me veo capaz de hacerles una crónica ordenada del concierto, estaba más pendiente de bailarla, pero sí les diré que últimamente veo muy claro cómo es de importante la canción de apertura para meterte de una en las primeras filas del concierto. Con el permiso de los acordes de los «Cadillacs», esta vez no podía estar mejor elegida, con «Manuel Santillán, el León», con su aire de leyenda, símbolo de la lucha contra las dictaduras militares de los 70 y los 80 en América Latina, o sencillamente la historia de un hijo del pueblo que es abatido por las fuerzas policiales.
Lo curioso es que antes de morir
El León Santillán pronunció palabras
Ante los oficiales que, desconcertados, miraban
Y les dijo:
Queridos enemigos de siempre
Dejo este mundo de dolor
Nunca se olviden
Que el llanto de la gente va hacia el mar
Van al mar, van al mar (lo dijo el León)
Llanto y dolor, sufrimiento de un pueblo
Se ahoga y se hunde en el mar
(Manuel Santillán, el León, 1992)
Desde entonces, casi dos horas de música y disfrute entre las que se fueron sucediendo muchas de las mejores canciones de los argentinos, como «Calaveras y diablitos», «El muerto», «Siguiendo la luna», «Saco azul», «Mal bicho o «Carnaval para toda la vida». Y, por supuesto, encaminándonos al final, «Matador», la canción que metió a los Cadillacs en todos los garitos de estas latitudes ibéricas, incluyendo los más insospechados, la canción que todos bailaron en las noches de los 90 y los 2000. La que daba continuidad a la historia del León Santillán, en la que alguien espera, armado en una fría pensión, la irremisible llegada de quienes le van a ajusticiar.
Me dicen el matador de los 100 barrios porteños
No tengo por qué tener miedo, mis palabras son balas
Balas de paz, balas de justicia
Soy la voz de los que hicieron callar sin razón
Por el sólo hecho de pensar distinto, ¡ay, Dios!
Santa María de los Buenos Aires, si todo estuviera mejor
Faltaba la traca final, tenía que llegar y llegó. Faltaba «Vasos vacíos», tenía que llegar y llegó. Faltaba «El satánico Dr. Cadillac», tenía que llegar y llegó, para alegría de mi compañero de correría. Y faltaba la despedida, de la mano del Sr. Flavio, que nos regaló la artillería de los ‘lololos’ con los que nos marchamos dando saltos, alegres del Palacio.
Por más que quieras sacarnos de nuestro lugar
Y pienses que sólo somos un puñado de idiotas
No, no podrás quitarnos lo que hicimos ya
Ahora, somos más hermanos que antes
Ya no podrás mirarnos a los ojos más
Nosotros somos amigos, vos que solo estás
Por más que quieras tapar toda nuestra voz
Nunca podrás callar esta canción
(Yo no me sentaría en tu mesa, 1987)
No era en un sucio bodegón de San Telmo, sino en Los Torreznos de Goya, donde nos sirvieron ración doble, por cierto, y en otro bareto no muy lejos de allí de cuyo nombre no consigo acordarme, pero fue verdad que todavía durante un largo rato de la noche de martes en los Madriles siguieron saliendo espontáneos los arranques de ‘lololos’ con la infalible melodía de despedida de esa última canción, esa que bien elegida tiene el mágico poder de mandarte a casa o a donde sea con el corazón contento.
Ojalá sea hasta pronto, Fabulosos
¡Guau, guau!
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El Perro Paco
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