En el mundo helenístico el amor tenía varias palabras para definirlo, de acuerdo a varias concepciones en torno al mismo. Una de esas nociones de amor que manejaban los antiguos griegos era la Philia. Con esta palabra designaban un tipo de ‘amistad especial’, que se establecía entre personas que afrontaban grandes retos juntas, por ejemplo entre los hoplitas o camaradas de armas era muy común establecer estos vínculos. Este tipo de sentimientos eran más valorados que el amor Eros o pasional, más vinculado a la sexualidad.
El olivo en la Grecia Clásica era un árbol y un cultivo de gran valor. No es casualidad que en los primeros Juegos Olímpicos, a los vencedores en las pruebas se les diera como recompensa una corona de ramas de olivo trenzadas.
Pues bien, el cultivo del olivar tradicional y la cultura asociada al mismo se pueden rastrear hoy día, más de 2.500 años después, en nuestras tierras. Como ya mencionamos en otro artículo dedicado a nuestro sufrido, rudo y achaparrado árbol, con el invierno llega la cosecha del olivar al mundo del Mare Nostrum, que conquistaron los romanos, expandiendo en gran medida la cultura clásica helenística.
En el valle del Tajuña, del río Tagonius que nombraran así los hispanorromanos, cinco amigos han echado un buen fin de semana recolectando olivas. Una mujer, abuela, sabia, dueña del olivar, tres camaradas de jardines y huertas, y un joven con ganas de apoyar y por qué no reconocerlo, de sacarse unas pesetas.
Llegamos sobre las 10 h. al olivar, cuando el sol va derritiendo y empujando la helada hacia el interior de la tierra. Y al modo tradicional comenzamos la cosecha. Extendemos los tendales bajo el olivo, con piedras en los bordes para que no se vuelen, y vareamos el árbol con cuidado y técnica para que caiga la oliva y no sufra la rama. El pedúnculo que une el fruto a la rama aún conserva mucho vigor y no caen todas las olivas. Así que también utilizamos otro método de recolección manual, ordeñando rama a rama para juntar toda la producción de la Madre Tierra en el tendal.
Una vez el árbol se ha cosechado, recogemos el tendal, quitando las ramitas que hayan podido caer, y almacenamos la oliva en sacos para su traslado a la almazara, donde se prensará para obtener el preciado ‘oro líquido’. En este caso la hemos llevado a la cooperativa olivarera Aceites Pósito, de Villarejo de Salvanés. Si gustan de apoyar la agricultura local y son de Madrid pueden echar un vistazo a su página web.
De lluvia este año ha ido bien, sobre todo en otoño, pero quizá el calor excesivo del verano sea el responsable de una producción discreta, ya que la floración quizá sufriera en exceso o el árbol tuvo demasiado estrés térmico. En agricultura es difícil encontrar una causa clara, ya que 2 más 2 en la tierra, rara vez son 4. Lo que sí es evidente es que hace más calor que antaño y los cultivos lo sufren. En este mismo olivar hemos cosechado otros años en torno a 700 kilos y este año rondaremos los 200.
No obstante, nos vamos satisfechos a nuestras casas. Hemos compartido un día de campo, almorzado al aire libre y cultivado nuestra Philia con una agradable y nutritiva conversación, mientras afrontábamos la tarea agrícola de manera colectiva. Y a diferencia de la Grecia Clásica, lo hemos hecho sin esclavos.
Mucho o poco, el aceite que saquemos de nuestro trabajo nos sabrá a gloria.
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Javier Prieto Sancho, amigo de olivareros
Trabajo duro, pero creo que tal como lo plantea Javi compensa,buen compañerismo en buena armonía y además almuerzo y la satisfacción de saborear el fruto del propio trabajo.
Es una de las buenas tradiciones que se conservan en nuestra Comarca de Las Vegas. Tú lo sabes, Fernando.
Javi, me ha gustado tu crónica. Por lo cultivado y por la forma de explicarlo. Cultura clásica, labor manual en el primer sector y amistad.
Mu interesante. Un abrazo,
Pedro
Me alegro que te haya gustado, Pedro. Para eso escribimos nuestras aventurillas, para entretener a los amigos con buenas letras. Al menos eso intentamos.