Era una mezcla de heavy y gótico, con el pelo largo y lacio y los poros de la cara dilatados, como la piel de una naranja. Yo estrenaba soltería. Me había alquilado un pisito en Vallecas y empezaba a conocer gente. Siempre había sido un poco exigente en mis relaciones sociales, pero por entonces cualquier plan me parecía mejor que ninguno.
Los fines de semana iba al Cathouse, un bar rockero cerca de casa. Allí quedaba con mis nuevos colegas: Teresa, una profesora de swing que nunca pagaba nada; Tim, un sharpero muy bajito que imponía mucho; Freddy, que emanaba todo tipo de sustancias ilegales, y algunos más. Él era otro cliente habitual, siempre estaba en la barra, solo. Lo conocí durante una ronda de chupitos. Y no recuerdo a santo de qué me contó que escribía relatos fantásticos.
Ese día había salido por el centro con una vieja amiga, y volvía a casa en metro. Entonces lo vi bajarse del mismo vagón. Como no quería retirarme tan pronto, me acerqué y le propuse tomar una cerveza por el barrio. Fuimos al Hebe.
Encogido en su taburete, de negro integral, pensé que ese chico tenía el mismo espíritu melancólico que sus relatos. Lo confieso, había fisgoneado en su Facebook. Seguro que le gustaría ser el conde del castillo lúgubre de una de sus historias, atormentado por el fantasma de su amada. Pedí dos cervezas más. Al fin y al cabo ese garito estaba muy bien.
¿De qué podíamos hablar? Apenas lo conocía. La música le interesaba, eso lo sabía, así que le conté que estaba aprendiendo a tocar la guitarra, y él me dijo que daba clases de canto en plan amiguete. Creo que tu voz tiene posibilidades, yo te puedo enseñar, me dijo.
Después, me propuso ir a su casa. Me sorprendió, tan retraído que parecía. Le dije que no, que estaba bien ahí. No vienes conmigo porque no te invito a coca como tus amigos, me soltó. Sentí como si me hubiera dado una pedrada en el cabeza. Le pedí al camarero que me cobrara las cuatro cervezas, y me fui aturdida. En casa me arranqué a cantar Me and Bobby McGee frente al espejo del baño. Me avergoncé de haber creído, por unos instantes, que aquel graznido pudiera convertirse en una bonita voz.
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Belén Ruiz