Madrid, mediados de enero, un día entre semana. Son las siete de la tarde, llueve ligeramente. Vamos andando uno al lado del otro sin casi mirarnos. El ruido de sus tacones lleva el ritmo de nuestro silencio mutuo.
Por el camino, entre calles que ella indica, voy pensando que me lo ha dejado más que claro: “Nada de amor. Quiero que siempre me desees como si fuera la primera vez y que me folles como si fuera la última».
Le he dicho que estaba de acuerdo con la idea sabiendo que no me quedaba otra. Mi situación actual, sin ningún tipo de compromiso, no derrota a sus argumentos innegociables que desechan el romanticismo como opción disponible. Me prometo en silencio respetar su propuesta y no preguntar nada más. La ley del sin amor ha entrado en vigor desde que le he dicho que sí, que la acepto sin enmiendas ni sitio para el debate.

Ya hemos llegado y tras los trámites con recepción, estamos en una habitación de hotel del que no recuerdo ni el nombre. La puerta está cerrada a nuestras espaldas antes de descubrir la piel que escondemos debajo de la ropa. Aparecen algo de nervios, mucho de complicidad y el cumplimiento de la ley aprobada por nuestro consenso mutuo.
Deseo, sexo y morbo, a golpe de compartir el mismo espacio privado de una habitación. Sin piropos, sin demasiados sentimientos, con risas y besos pero limitando la dulzura para que no se nos vaya de las manos. No bucear en el corazón, no preguntar lo incómodo, solamente seguir jugando.
Se hace divertido y resulta fácil dejarse llevar cuando ambos vamos juntos hacia ningún presente ni futuro que nos comprometa.
Acaba el tiempo, el reloj apremia, se le nota, ya lo ha mirado dos veces. Después de arreglarse, vuelve a esconder la piel debajo de la ropa y recompone el gesto. Por último, abrimos la puerta que antes cerramos detrás nuestro. Y entonces, se me ocurre volver sobre mis pasos, dirigirme a la cama deshecha que huele a nosotros, inclinarme casi de rodillas y darle un beso al colchón.
-¿Qué haces?, me pregunta.
-Nada importante, despedirme con un beso cariñoso de la cama.
-Uff, ¿no habíamos quedado en que era sin amor ni cariño?
-Tranquila, esto es entre la cama y yo, tú no te metas ni te preocupes…
Sonríe ligeramente aunque creo que piensa que no me he dado cuenta. Sale delante de mí, cerramos la puerta y bajamos andando por las escaleras. Volvemos a mirarnos solamente de lado. En un par de minutos estamos en la realidad de la calle. Madrid aparece de nuevo, ruidosa y llena de personas que la recorren entre un trafico infernal. Sigue lloviendo.
Nos despedimos con un gesto a medio camino entre nada y adiós. Coge un taxi que aparece de improviso y yo me alejo andando hacia ningún lado. Me apetece pisar charcos.
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Tiempo después ya casi la he olvidado. Nunca más he vuelto a verla y hace semanas que he dejado de buscar su rostro en las calles madrileñas. Aunque regresé varias veces al bar donde nos conocimos todo fue inútil.
No sé si la culpa la tuvo ese beso cariñoso a la cama del hotel o si simplemente no volvió a creer que era posible que la deseara como la primera vez. ¿Qué más da?
Sigo pensando que en un segundo encuentro hubiera sido incapaz de no delinquir, incumpliendo la ley inventada por ella. Mejor así. Prefiero no tener más antecedentes penales.
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Alonso Expósito