He intentado hacer progresar esto, pero he de reconocer que hasta la fecha no lo he conseguido. Eran los primeros días de agosto, el tiempo pasa rápido, ya ven. Guiado por un recuerdo agradable, organicé una pequeña excursión, que pretendía ser acuática, al entorno de la presa del Pontón de la Oliva, límite geográfico aproximado entre la provincia de Madrid, por el nordeste, y la de Guadalajara.
Aquel recuerdo se remontaba aproximadamente diez años río arriba, allá en el tiempo. Aquella vez pudimos pasar al otro lado de la presa, a través de sus pasarelas y sus escaleras, diría que de hierro, pero no puedo estar seguro. Nada heroico, no se crean, no tenía mayor complicación. Al otro lado del muro nos estaba esperando un prado verde, como el que uno imaginaría si participara en una sesión de meditación, incluso de hipnosis. El prado era atravesado por un riachuelo y en aquel recuerdo, seguro moldeado por el tiempo como roca de río, el agua era clara. Era verano y el cuerpo te pedía sumergir, al menos, los pies, los tobillos, las piernas hasta donde alcanzara. El cauce del Lozoya en este punto ponía el límite en las rodillas, más o menos, lo que permitía caminar con cierta facilidad sobre el lecho del río, al menos por unas decenas de metros. Pequeños placeres silvestres.
En el año 1848, con el objetivo de mejorar el abastecimiento de agua de la ciudad de Madrid, el ministro de Obras Públicas, Juan Bravo Murillo, integrante del Gobierno del Partido Moderado que presidía Narváez, encomendó a los ingenieros Juan Rafo y Juan de Ribera poner remedio a este problema cada vez más acuciante en la ciudad. La fórmula elegida consistía en recoger las aguas del río Lozoya en algún punto próximo a su desembocadura en el río Jarama y llevarla desde allí a Madrid. El proyecto, según calculaban Rafo y Ribera, debía abastecer de agua a Madrid durante los siguientes 70 años. Es así como se inicia la construcción de la presa conocida como el Pontón de la Oliva, cerca de la localidad madrileña de Patones de Abajo.
Este proyecto supone también un hito en la historia de Madrid: estamos en los orígenes de la creación del Canal de Isabel II como empresa pública, a partir del Real Decreto del 18 de junio de 1851. Apenas dos meses después, el 11 de agosto de 1851, se pone la primera piedra de la presa del Pontón de la Oliva. Los obreros que participaron en la construcción de la presa fueron principalmente presos, muchos de ellos prisioneros de guerra del bando carlista, a cambio de una reducción de penas en algunos casos y por la vía de la expeditiva imposición en otros.
Volvía a ser verano y ya sabéis: el calor no perdona en Madrid. Me pareció una buena idea volver a ese lugar, sumergido en el encanto de la presa en ruinas, abandonada, de aquel paraje del prado, el río, tal vez volver a caminar por su cauce. Nada más llegar, ante la mole de la presa, no tardamos en descubrir que tampoco aquel lugar había permanecido estático con el discurrir del tiempo. Puertas cerradas, vallas que no recordaba y carteles que prohibían expresamente el acceso a la vieja presa. Un hombre, junto a sus hijos, desde el agua, desafiando ligeramente a la autoridad, me lo confirmaba, añadiendo que tampoco el baño estaba permitido y advirtiéndome de que, ante cualquier quebrantamiento, te calzaban la multa. Le hablé de aquella visita mía anterior en la que me fue posible deambular junto a mis amigos entre los elevados pasillos y escalones de la presa, a lo que me respondió que debió haber sido hace bastante tiempo. Este hombre me dijo que el único medio de pasar al otro lado era a través del túnel por el que se colaba el río, una opción en ningún caso viable en nuestra pequeña expedición. Así pues, me quedé sin saber si al otro lado del muro sigue esperando la pradera, y si continúa atravesada por la mitad por el cauce de un Lozoya de aguas claras. Quién sabe, tal vez nunca sucedió aquello, tal vez era una réplica de aquel parque de atracciones al que llegaban, tras atravesar también un túnel, Chihiro y su familia.
Por cierto que la construcción de la presa conllevó diversas obras complementarias, como son canales, minas o acueductos, que aún pueden verse salpicados por la sierra de Patones. Cuenta la historia que los responsables de las obras de construcción de la presa se comunicaban entre ellos por medio de un servicio de palomas mensajeras, que se conoció como ‘telegrafía alada’. Pronto, aparecieron los problemas: desprendimientos, riadas, epidemias y también vicisitudes financieras que acabaron retrasando considerablemente la inauguración de la presa. Fue el 24 de junio de 1858 cuando, finalmente, se inauguró el Canal de Isabel II, llevando las aguas del Lozoya hasta la capital. La propia reina Isabel II estuvo presente en la inauguración, en el depósito del Campo de Guardias, actual calle de Bravo Murillo.
Pero aquel primer intento de llevar el agua que faltaba a Madrid no funcionó, no lo hizo al menos nuestra presa del Pontón de la Oliva. Las filtraciones en el terreno que rodeaba el embalse inhabilitaron el Pontón para la función para la que había sido construido. El agua se perdía. Apenas un año después ya se había decidido construir otra presa, El Villar. En 1860, se prolongó el canal siete kilómetros más arriba, siguiendo el cauce del Lozoya, mediante un túnel practicado en la roca, construyéndose una pequeña presa de captación, la de Navarejo, que recogería el agua del río lejos de las rocas calizas que, con sus filitraciones, habían arruindado el Pontón de la Oliva. En el año 1873 se inauguraba finalmente la presa de El Villar, acabando de enterrar en el olvido lo que pudo ser y no fue para el Pontón de la Oliva. La ciudad de Madrid contaba en ese momento con alrededor de 300.000 habitantes.
Lo bueno de los ríos es que siempre tienen dos sentidos, por lo que, frustrado el deseo de atravesar la presa y llegar al prado perdido, nos dimos la vuelta para seguir su curso en sentido inverso, diría que aguas abajo, por donde el Lozoya busca el Jarama. Pasada la explanada que hace las veces de parking, nos internamos en los márgenes del río, ocupados por vegetación de ribera, entre troncos secos y derrumbados sobre la tierra. Apenas comenzábamos a caminar, nos topamos con una compañera que no esperábamos, al menos no en este nivel de presencia. Estoy hablando de la basura, omnipresente.
Basura, nuestra basura, tamaña cantidad de basura abandonada a su suerte por la humanidad circundante que, antes que nosotros, habría visitado este lugar. Basura que llegaba a herir. Latas y plásticos, nuestro principal legado para la posteridad, para la geología. Papel higiénico correspondiente al alivio íntimo de decenas de personas; compresas, toallitas, pañales flotando en la orilla, en cada recoveco, en cada recodo. Algunos carteles, de hecho, lo denunciaban, en voz queda. Asco y pena. Casi hasta la arcada. Duda, casi esperanza, de que exista una explicación concreta, entendible, una razón puntual, algo que pueda corregirse con mayor o menor facilidad. Que no sea simplemente una inercia sostenida en el tiempo, una dinámica instalada en el modo de conducirse de decenas, cientos, miles de visitantes habituales del lugar. De momento no he sido capaz de encontrar esta explicación.
Nuestra expedición continuó caminando algo más de tiempo, para intentar dejar atrás el paraje de la basura y hasta tuvimos la suerte de acabar encontrando una agradable playita en la que relajarnos por un rato. Bien es cierto que la inmundicia nos había velado irremediablemente la mirada. En estas cosas pensaba con los pies en remojo cuando, de pronto, divisé un cangrejo de río, sobre la arena de su lecho. Me quedé mirándolo, observando, presto siempre a prestar un tiempo a observar los movimientos de algún bicho. Cuál no sería mi sorpresa cuando, de repente, advierto que, aprovechando la corriente del río, se lanza convencido y directo hacia mis pies, jugándose el todo por el todo, recorriendo velozmente los escasos metros que nos separaban. Me conseguí retirar a tiempo, esquivando la trayectoria de su embestida. No puedo hacer otras cosa que comprender perfectamente las razones del cangrejo.
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Santiago Gómez-Zorrilla