Este otoño, un buen día, volvió el petirrojo a nuestro balcón. La consideración de balcón es, me parece, innecesariamente humilde y debo rectificarla, porque no le haría justicia a nuestra pequeña terraza. Esta sería, creo, su descripción más oportuna. El caso es que un año más, y si mi memoria no me falla, diría que son tres, ha vuelto nuestro amigo petirrojo a pasar el invierno con nosotros.
¿Por qué viene? Pues claro, por la comida. Desde hace aproximadamente tres inviernos, mantenemos en la terraza una pequeña estación de servicio de apoyo a viajeros alados de pequeño tamaño. Tenemos un comedero de aves, de madera, con su tejado dos aguas, pero no lo tenemos colgado de ningún gancho, sino a ras de suelo, pegado por un lateral de la terraza a los barrotes de hierro que separan nuestro balcón del vacío. De ese modo, favorecemos su accesibilidad y la percepción de seguridad de nuestros amigos los pájaros. Prácticamente pueden aterrizar directamente en el comedero. Esto facilita las visitas de algunos pajarillos de carácter más tímido que el petirrojo, como pueden ser el herrerillo o el carbonero, también habituales de nuestro cotidiano yantar.
El comedero lo tenemos en realidad durante todo el año, pero es cierto que en los meses de abundancia, en los meses de calor, no nos preocupamos demasiado por reponer existencias. Según hablan los que saben, no lo necesitan. Sin embargo, en invierno, con la menor cantidad de comida disponible de forma natural y, sobre todo, por el descenso de las temperaturas y la caída de sus reservas calóricas, no les viene mal, a las valientes y sufridas representantes de la fauna salvaje en la ciudad, un poquito de apoyo de quienes nos consideramos sus amigos. Quiero pensar que es también un pequeño aporte a la conservación de la biodiversidad en el medio urbano, tan hostil para la naturaleza. En verano, por otra parte, o cada vez sería más adecuado decir, en los meses de calor, nos preocupamos más por el agua. Porque junto al comedero de aves, tenemos un vetusto cenicero de piedra, cuya cavidad circular es perfecta para mantener un pequeño abrevadero de aves. Estos dos sencillos elementos, que ocupan menos de dos baldosas, conforman nuestra estación de servicio.

Peti -así le hemos bautizado en casa- está envejeciendo. Lo notamos de año en año. Siempre tuvo un aspecto un poco desastrado, muy espelujado, quizás por la mala vida, pero es que no tiene que ser fácil ser petirrojo y vivir en Madrid, y menos aquí, a escasos metros de una autopista urbana como es Santa María de la Cabeza, con su continuo y atronador ruido de coches, con su asfixiante atmósfera de gases venenosos, en la frontera entre Carabanchel y Usera. Será por esa vida dura, será por su propia naturaleza o por la de todos los integrantes de la especie de los Erithacus Rubecula, pero créanme si les digo que a nuestro petirrojo le han salido canas en las plumas. El invierno pasado ya las mostraba, pero este año se han multiplicado.
En nuestro comedero ponemos, de manera cotidiana, las migas que sobran del pan de la comida. Los gorriones, por ejemplo, las devoran con gusto. Lo de echar las migas a los pajarillos lo tengo bien grabado en mi memoria desde que era un niño e íbamos a comer a casa de mis abuelos paternos. Mi tío Luis, el pequeño de los cuatro hermanos, lo hacía siempre, o así lo recuerdo yo, sobre el alféizar de la ventana del comedor de aquel segundo que era un primero de la calle de la Virgen de la Fuencisla, en el barrio de la Concepción. Pero nuestro Peti las migas ni las mira, más bien las desprecia con desdén. Peti viene por los frutos secos, que es lo que realmente les sirve como alimento de calidad para hacer frente a los rigores invernales. Nueces, pipas de calabaza, pistachos y otros frutos, bien machacados en el mortero. De poquitos en poquitos, no se crean que esto es Jauja tampoco, pero sí con constancia, todos los días a ser posible, si quieres que visiten tu balcón con asiduidad y ser para ellos de alguna pequeña ayuda. Que nuestros amigos alados puedan tomar confianza y aprendan que en tu estación de servicio tienen una certeza razonable de obtener alimento como para incluir la parada en su ruta diaria.
Es realmente una maravilla asistir cada día a la algarabía de los grupos de gorriones y, estos en solitario, a la llegada de los coloridos carboneros y herrerillos a nuestro comedero. De vez en cuando, aunque este año se ha prodigado muy poco por ahora, se deja caer también el carbonero garrapinos. Y, en una ocasión en esta temporada, crucé mi mirada con un pajarillo gris que pasaba por primera vez por la estación. En el rítmico movimiento de su cola me pareció apreciar la llamarada propia del colirrojo tizón, quizás atraído por el considerable desorden de nuestro balcón, pues es bien sabido que a este último le atraen especialmente los ambientes humanizados pero en ruinas o aquejados de cierto abandono.
Pero, sobre todos ellos, está Peti, nuestro petirrojo, que ha entendido que nuestra terraza es su casa, que se la pasea dando saltitos tan tranquilo y que tiene hasta sus rincones preferidos para permanecer en ella. Como esa rama que le sale al pequeño arbolito que nos creció en una jardinera y que extiende sus brazos hacia el vacío entre los barrotes negros de hierro, que nació como una de esas malas hierbas que traen el viento o los pájaros, que de malas no tienen nada, pero así se les ha llamado siempre a las plantas adventicias. Desde su ramita preferida otea el paisaje urbano o espera, cuando salimos a la terraza, a que volvamos para dentro de la casa para acercarse al comedero. Yo diría que ya reconoce nuestras voces y no son pocas las mañanas, camino del cole, que nos lo encontramos en la calle, que parecería que ha salido a nuestro encuentro a darnos los buenos días. Al menos un par de veces hasta ha entrado en casa, fijaos si es descarado. Pero todo bien, Peti es bienvenido hasta en el salón, aunque ese día con paciencia había que ayudarle a salir no fuera a agobiarse o a golpearse con las paredes y el techo y ahí se quedara tieso, en el sitio, buscando la salida. Porque esas cosas pasan, y se acabó la fiesta porque se muere el pajarito.
Luego hay días que te pareciera estar asistiendo en directo a la grabación de uno de esos fantásticos episodios de la serie «Tierra» y ser tú el mismísimo David Attemborough contemplando la aventura de la naturaleza en estado puro. Es en esos momentos en los que llega el gorrión y nuestro petirrojo, haciendo honor a su tozudo carácter territorial, se lanza hacia él para correrle del comedero. Lo consigue y lo ahuyenta. Pero ¡ay amigo! que es ahí cuando comprendes por qué, pese a la drástica reducción que han sufrido en las últimas décadas según los expertos, los gorriones han sobrevivido tanto tiempo a nuestro lado. Porque nuestro petirrojo se pone malhumorado y determinante, pero claro, él es de hábitos solitarios y debe rendirse a veces a aquello medio olvidado del poder de lo colectivo. Porque tras marchar ese gorrión del balcón, echado de mala manera por el petirrojo, se vienen tres o incluso cinco gorriones, y ahí, pese a algún valeroso intento de resistir, el que tiene que agachar la cabeza es Peti, que se queda en las inmediaciones protestando, renegando, piando malhumorado, por la presencia del compacto grupo de gorriones que ha comprendido que la unión hace la fuerza. Éstos, esbeltos y estilizados, se turnan para comer y ejercer de centinelas, vigilando y manteniendo a raya al amigo petirrojo de mancha anaranjada en el pecho. Nosotros, aunque seamos parciales, como no podría ser de otra forma, no intervenimos, pues esta riña la tienen que resolver entre ellos, entre la fauna salvaje de los cielos contaminados de Madrid, nuestros queridos vecinos con alas.
.
Santiago Gómez-Zorrilla