Metro de Madrid 2025

Metro de Madrid: la mochila al hombro

Vagón de metro. Es mediodía. Alguien sube la voz. Está recriminando algo a otro alguien. Quien habla es un hombre joven. Va junto a los que parecen su pareja y su hijo. Se dirige a otro hombre, de mediana edad, que, después comprobaré, también viaja junto a su mujer y a su hijo. El hombre joven está alterado, aunque intenta disimularlo. Está reprochando al otro que continúe con la mochila al hombro. Es probable que le haya tocado, incomodado o empujado con ella al pasar.

El otro hombre no contesta. Se limita a ignorarlo. Mira para otro lado, no atiende al reclamo ni tampoco se quita la mochila del hombro. El metro de Madrid va lleno a esta hora, ¿a cuál no? Faltan trenes, parecen trenes de carga, parecemos mercancía sin demasiado valor, que se puede maltratar sin penalización.

El hombre joven cada vez está más nervioso, se dirige al otro de forma agresiva, pero con disfraz de diálogo. Lleva razón en que debería haber bajado la mochila a los pies, es eso lo que nos indican los vídeos educativos de Metro para que los viajeros nos sepamos comportar adecuadamente, para que no seamos tan brutos. Es verdad que uno pierde conciencia de su volumen cuando lleva la mochila a la espalda y los empujones son desagradables. Pero en su reproche hay algo más. Su cabreo le ha llevado a pasar al ataque: lo que quiere es someterle, lo que quiere es humillarle. El otro no responde, tampoco acata.

El hombre joven es apoyado por su mujer, al menos es lo que percibo a través de su lenguaje corporal. También por su hijo, que observa a su padre y experimenta la adrenalina de la excitación. Los tres se comportan como un bloque. El hombre de la mochila parece estar solo, pero no lo está. La que probablemente es su mujer ni le mira, parece avergonzada y, también a través del lenguaje corporal, se mantiene alejada, aunque esté apenas a un par de palmos de distancia. Su hijo no ha aparecido en escena, pero muy pronto sabré que va sentado justo delante de sus padres.

El hombre joven da un paso más y le muestra una mano al otro. No alcanzo a entender con claridad lo que dice. No estoy seguro de si le quiere mostrar los callos de sus manos o que está temblando de ira y nerviosismo. Hace un ademán de invitarle a salir del vagón para solucionar su desencuentro en otro lugar.

El hombre de mediana edad aguanta el chaparrón sin quitarse la mochila, con gesto indescifrable, pero tenso. En un momento, sin que lo adviertan los otros, su mujer le hace un reproche. Un reproche sutil y silencioso, como pueden hacerse las parejas de mucho tiempo. Le está recriminando que se haya enrocado y no baje la mochila. El hombre de mediana edad tampoco tiene que pronunciar todas las palabras para decirle a la que parece su mujer que no puede hacerlo, que no puede dejarse atropellar así.

La tensión es evidente, pero todos los animales de carga que viajamos en el tren de las tres miramos con ojos de vaca, sin ganas de meternos en líos ni en disputas ajenas.

El hombre joven sube definitivamente la apuesta. Ahora se dirige a un niño que viaja sentado frente al hombre de la mochila. Así es como me entero de que es su hijo. El hombre joven, en el mismo tono, le está explicando al niño que todo esto está pasando por culpa de su padre, porque su padre se ha empeñado en no hacer las cosas bien, no le da la gana hacer las cosas bien. Ni por estas responde el hombre de la mochila, que continúa con ella al hombro, aparentemente impasible. Tampoco lo hace su mujer. Ni nadie más, entre todos los espectadores distraídos con la escena que, sin embargo, miramos de refilón.

Una atmósfera densa y viscosa nos envuelve unos instantes, nos inunda, se pega a la piel, la traspasa, pero paradójicamente el incendio comienza a perder fuerza hasta que se apaga, dejando solamente un curso lento y pesado en nuestra circulación sanguínea, esperando la llegada de nuestra estación para salir pitando.

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