Les presentamos esta semana una PEQUE-RUTA, un camino por el campo pensado para todos los públicos y, muy especialmente, para aquellas familias y grupos de amigos con niños y niñas viviendo ese prodigioso tiempo al que nos referimos a menudo como la más tierna infancia, ese lugar común de límites imprecisos pero para el que las exigencias del trayecto deben estar bien medidas.
Ya les hemos hablado anteriormente de las piscinas naturales de Las Presillas, en Rascafría. Esta vez les invitamos a dejar el coche aparcado en el pueblo y llegar hasta las piscinas caminando. Es un recorrido corto, de no más de 3 kilómetros, y por tanto asequible para todas las edades. Cuenta además con ese aliciente para los más pequeños de acabar con un buen final: la llegada a las piscinas, un baño refrescante si el tiempo lo propicia y, quién sabe, tal vez un helado. Pero ya verán, porque a pesar de su corto recorrido, a lo largo del camino nos vamos a topar con varios hitos de singular interés cultural e histórico.
Nuestro paseo arranca junto al antiguo cementerio de Rascafría y la oficina de turismo, donde conseguiremos la información que necesitemos sobre la zona. Comenzamos a caminar en paralelo a la carretera hacia Cotos. Apenas un centenar de metros después, coincidiendo con la señal que marca el final del municipio, aparece bien delimitado y ligeramente a la izquierda un camino asfaltado. Tomamos este camino. En este mediodía soleado y agosteño, el camino transcurre entre sol y sombra. Muy pronto, nos encontraremos con la entrada al aserradero de la Sociedad Belga de El Paular, un primer hallazgo que despertará nuestra curiosidad.
Resulta que la Sociedad Belga de los Pinares del Paular lleva por estos parajes desde 1840, cuando un grupo de empresarios y financieros procedentes de Bélgica compraron estos pinares que, sólo tres años antes, se habían visto afectados por el decreto de desamortización de Mendizábal para las posesiones de las órdenes religiosas. Hasta entonces habían estado bajo el control de los monjes del monasterio de Santa María del Paular. La Sociedad Belga abriría algunas décadas más tarde, en 1876, una serrería de vapor en Rascafría, un hito en la Revolución Industrial en España aplicada a la explotación forestal. Y estos pinares permanecieron en sus manos desde entonces y hasta hace cuatro días, hasta 2021 concretamente, cuando el Estado, a través del organismo de Parques Nacionales, compró el Pinar de los Belgas o monte Cabeza de Hierro, por su valor natural dado su buen estado de conservación.
Dejemos a los belgas en el antiguo aserradero y caminemos un poco más. Cruzaremos un pequeño curso de agua que todo indica, siguiendo el mapa que nos dieron en la oficina de turismo, que se trata del río Sotillos o arroyo de Los Apriscos. En este punto llegaremos a una bifurcación en el camino. Mientras de frente continúa la senda asfaltada, paralela a la carretera, a la izquierda sale un camino de tierra con una indicación que promete llevarnos a la ruta de los Batanes y el Puente del Perdón, que se marca aquí a 1 kilómetro de distancia. Seguiremos este camino de tierra.
Apenas unos pocos metros más adelante nos encontramos por primera vez con el principal protagonista de la película de hoy, el río Lozoya. Para esta primera toma de contacto nos desviamos un momento a la izquierda del camino para alcanzar una pequeña y agradable playita. Tras saludar al río y mojarnos las pezuñas, volvemos sobre nuestros pasos para atravesar el Puente de las Barandas, un puente de madera con barandas rojas sobre el que detenernos unos instantes a contemplar la corriente del río.
Pasado el puente, enseguida, nos topamos con el primero de los misterios del camino. Hallamos las aparentes ruinas de una construcción que nos parece una especie de represa, totalmente seca, formada por bloques de piedra que imaginamos, en consejo improvisado, que tendría la función de contener las aguas del río y repartirlas por los canales que, afinando la vista, comenzamos a descubrir a nuestro alrededor. ¿Qué sería todo esto? Retomado el paso, dejaremos a la izquierda lo que parece la entrada a una finca cerrada y cruzaremos, frente a nosotros, una verja de color verde, para comenzar a internarnos en una zona que se hará progresivamente más boscosa.
A partir de aquí el camino transcurre bajo la sombra de altos árboles entre los que abundan los chopos de gran porte. En la margen derecha de la senda comenzamos a ver helechos y, también, salpicados por aquí y por allá, aparecen ante nosotros algunos abetos. Aunque ninguna señalización lo marca actualmente, podemos decir que hemos llegado al famoso bosque finlandés de Rascafría.
Sobre el origen del bosque finlandés se encuentran diferentes versiones. Hay no pocas referencias que aluden a la celebración de un supuesto hermanamiento entre la localidad de la sierra madrileña y Helsinki, capital de Finlandia, en unos difusos años 80. Sin embargo, una voz autorizada, como es la de Juan Vielva Juez, responsable del Centro de Investigación, Seguimiento y Evaluación (CISE) del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama y pieza clave en la defensa de estos montes desde hace décadas, afirmaba en esta entrevista para la Guía Repsol ser el responsable de esta idea y de su ejecución, situando ese momento en los primeros años 90 durante un viaje a Finlandia, en el que se le habría ocurrido recrear un paisaje escandinavo en la chopera y el entorno del Lozoya a las afueras de Rascafría, junto al estanque más grande del molino. ¿Molino? ¿Qué molino?, me pregunta el Perro Paco.
El caso es que Vielva relata cómo la propia embajada finesa en Madrid se involucró activamente en el proyecto, aportando los abetos y abedules envasados al vacío, para plantarlos en la zona, entre chopos y álamos. Así habría nacido, según su versión, el Bosque de Finlandia de Rascafría. En esta intervención paisajística sobre la zona se ideó también la construcción de un embarcadero y una cabaña de madera oscura, coqueta pero cerrada actualmente a cal y canto, que alojaría una sauna junto al estanque. Parece ser que la sauna llegó a funcionar durante un tiempo, si bien debió de cerrar por culpa de los actos de vandalismo.
La cabaña de madera, el depósito externo de agua, el embarcadero, el estanque, conforman un bello y bucólico paisaje al que se suma un contingente de ánades reales o azulones, con toda probabilidad el pato que con más frecuencia vemos en nuestro entorno, conviviendo con nosotros. Para llegar a este paraje nos hemos desviado ligeramente del camino principal por una pequeña pero inconfundible senda marcada por unos troncos de madera cuya parte superior está, de nuevo, pintada en rojo. No dispondremos, por lo menos a día de hoy, de la ayuda de carteles informativos que indiquen o expliquen nada. O al menos ni el Perro Paco, ni ninguno de los componentes de nuestra expedición fuimos capaces de verlos.
Volvemos a la senda principal, por la que seguimos descubriendo restos de canalizaciones y pequeñas obras de carácter hidráulico, que llaman poderosamente nuestra atención, cuyo origen y función desconocemos y siguen siendo, a estas alturas del camino recorrido, un misterio para nosotros.
Un centenar de metros más adelante un nuevo hito captará nuestro interés y nos obligará a pararnos. Junto al camino, hallamos una pequeña casita de madera, pero destinada a convertirse en hotel de insectos, cinco estrellas eso sí, a juzgar por los ladrillos, maderas y otros elementos que quieren atraer hasta sus habitaciones a abejas, avispas, arañas y hormigas deseosas de encontrar un pisito en esta zona, a priori a mejor precio que en el centro de Madrid, donde de todos es sabido que la vivienda está imposible. Aquí sí, un cartel informativo nos explica las amenazas y la importancia de las abejas para mantener el ciclo natural. El hotel de insectos marca la salida definitiva del bosque de Finlandia y la entrada en un tramo corto del camino, desguarnecido, a la intemperie del sol de agosto, que nos llevará enseguida hasta el prometido Puente del Perdón, un puente de piedra desde el que divisaremos, al otro lado de la carretera, el Monasterio del Paular.
Cuenta la historia que el nombre del puente se remonta a tiempos medievales, cuando los Quiñoneros, los señores de la zona, tenían el privilegio de administrar justicia sin acudir a la autoridad real. El acusado gozaba del derecho a apelar ante un tribunal compuesto por un miembro de cada Quiñón del Valle del Lozoya. La sentencia era revisada en el Puente del Perdón, situado en el camino hacia la Casa de la Horca.
El Puente del Perdón fue construido por la Cartuja del Paular en el año 1738 para hacer más accesible el paso desde el monasterio hasta el molino de papel. Se trata de un puente de granito, con tres arcos de medio punto sobre el río Lozoya. Sobre las pilas centrales que soportan el puente se abren dos plazoletas que sirven de descansadero. Quizás en estas últimas líneas les hayan pasado desapercibidos dos detalles. El primero es la atribución de la construcción del puente a la Cartuja, que no es sino otro modo de llamar al monasterio del Paular, que estuvo precisamente en manos de la orden de los cartujos, de origen francés, durante más de 400 años. Hoy en día, desde mediada la década de 1950, está en manos de los benedictinos. El segundo de esos detalles es que hemos vuelto a tener noticias del misterioso molino, cuya presencia flota en el aire del camino, pero hasta el momento no hemos sabido advertir. Ahora ya sabemos, además, que se trata de un molino de papel.
Cruzamos por fin el puente para alcanzar el Centro de Visitantes del Valle del Paular, donde una de sus trabajadoras nos acogerá amablemente, nos hará la visita y nos invitará a tomarnos un descanso en el agradable jardín forestal del centro. Será momento para dar buena cuenta de nuestro fresco almuerzo veraniego de nectarinas, melocotones y paraguayas, junto a una bolsa de frutos secos con lamentable sabor a ajo que comeremos con disciplina prusiana. Más allá de estos detalles insignificantes para el lector, será esta mujer quien nos hable, por fin, del famoso Molino de Papel, ahora ya nos permitimos las mayúsculas, que fue crucial en la vida del valle. Fue el mismo molino que originó la construcción del Puente del Perdón y es también el que explica la existencia del gran estanque junto a la sauna finlandesa y todos los restos de construcciones hidráulicas que hemos descubierto durante nuestro paseo. En efecto: todos esos canales servían para hacerlo funcionar. El Molino de Papel, ya desaparecido, daba sentido a todo esto. Obviamente, era propiedad de los cartujos, los monjes de la orden fundada por San Bruno que regentaron El Paular durante más de cuatro siglos, precisamente hasta la llegada de Mendizábal, los belgas y hasta los abetos escandinavos.
El Molino de Papel de Rascafría había sido comprado por los cartujos en los últimos años del siglo XIV a un vecino de la localidad de Alameda del Valle, pocos años después de que en 1390 el rey Juan I de Castilla hubiera otorgado a los monjes todos los poderes sobre la zona y el privilegio de levantar el monasterio. Se ubicó en la finca llamada de Los Batanes. Su primera función fue aserrar la madera necesaria para la construcción del convento. Pero su destino era convertirse en un molino de papel, en una fábrica de papel.
Nuestro molino hidráulico, cuyas huellas hemos seguido sin saberlo durante todo nuestro camino de hoy, pasará a la eternidad porque de él salieron, algo más adelante, en el año 1604 para ser exactos, los pliegos para la impresión de un librito, les sonará probablemente, porque no era ni más ni menos que la primera edición de la primera parte de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, obra escrita por Miguel de Cervantes Saavedra, impresa por Juan de la Cuesta en 1605 y costeada por el librero Francisco de Robles. El papel salido de este molino de Rascafría parece ser que era de baja calidad y descuidada elaboración, con múltiples impurezas e irregularidades, pero contaba, eso sí, con el anagrama del molino del Paular, coronado por la bola del mundo bajo el signo de la cruz, símbolo de los cartujos.
Acabado el receso, resuelto el misterio, cruzamos de vuelta el Puente del Perdón, dejamos el monasterio para otro día y tomamos el último tramo a pie que nos llevará hasta el área recreativa de Las Presillas. Se trata de una amplia avenida asfaltada. Alrededor de 200 metros más adelante, una desviación a la izquierda lleva al albergue de jóvenes de Los Batanes (ya todo nos encaja), por si resulta de interés para quien elija este lugar para hacer noche. Al final de la avenida, un cartel, una valla y un paso canadiense nos indican que hemos entrado en zona ganadera. A la derecha, sin embargo, se abre una senda de tierra que, después de algunos centenares de metros, nos llevará, entre robles, hasta las piscinas naturales de Las Presillas, donde darnos, si la temperatura es propicia, un chapuzón y donde acaba esta peque-ruta que ojalá hayan disfrutado tanto como nosotros.
Por cierto que si quieren conocer todo sobre las piscinas naturales de Las Presillas, por favor, hagan clic aquí.
Santiago Gómez-Zorrilla